sábado, 30 de abril de 2011

II Domingo de Pascua


LA INCREDULIDAD DE TOMÁS

Si la resurrección de Jesús no tuviera efecto alguno en la vida del discípulo, es decir, si la Resurrección no tuviera como sentido final la re-creación del ser humano y por tanto la re-creación de un nuevo orden, entonces eso de la Resurrección de Jesús no habría pasado de ser un asunto particular entre el Padre y su Hijo. Pero, como la resurrección de Jesús es la base y fundamento de una comunidad y el horizonte hacia el cual tiende toda la creación, por eso tanto el evangelio de hoy como la primera lectura de Hechos, tratan de iluminarnos sobre cuál es ese horizonte y cuáles, por tanto, son los efectos inmediatos, reales y concretos de la Resurrección.

Las fallas, los tropiezos y las caídas en el proceso de construcción de una comunidad igualitaria y justa no hay que verlos como la demostración de que no se puede lograr esa construcción; esos aspectos negativos se pueden percibir como el signo de que ciertamente no es fácil, pero en todo caso no es imposible, máxime si hay plena conciencia de que ése es el proyecto de Dios y que por ese proyecto Jesús hasta derramó su sangre y entregó su vida. Pero, también por ese proyecto, el Padre lo resucitó, para que quienes confesamos ser seguidores suyos veamos si nos comprometemos o no con ese “su” proyecto que él quiere compartir con nosotros y que ciertamente él respalda y acompaña en todo momento. Ese es el principal sentido de la Resurrección y eso es lo que los discípulos no entienden de manera inmediata.

Justamente el evangelio de hoy nos da la pista para entender que el descubrimiento de los efectos y alcances de la resurrección de Jesús no se comprenden rápidamente, de un momento a otro. Una vez que los dos discípulos han comprobado que Jesús “no está” en la tumba y una vez que María Magdalena les anuncia que Jesús está vivo y que ha hablado con él (cf. Jn 20, 1-18), los discípulos siguen encerrados. Dos veces en el pasaje de hoy escuchamos estas dos expresiones, “los discípulos estaban con las puertas bien cerradas” (v.19) y “ocho días después los discípulos continuaban reunidos en su casa” (v.26), lo cual es signo de que esto es un proceso de maduración de la fe. No nos dice el evangelista que los discípulos “no creyeran” en el Resucitado; con excepción de Tomás, todos lo habían visto y creían en él; pero una cosa es creer y otra abrirse a las implicaciones que tiene la fe, y ese es el proceso que le toma a la comunidad de discípulos un buen tiempo, tiempo por demás en el que Jesús, con toda paciencia y comprensión, está ahí cercano, acompañando, animando y ayudando a madurar la fe de cada discípulo.

Tal vez a nosotros, como creyentes de este tiempo, nos hace falta madurar aún mucho más el aspecto de la fe; tal vez nuestros conceptos tradicionales aprendidos sobre Jesús y su evangelio no nos permiten ver con claridad cuál es el horizonte de esa fe cristiana que confesamos tan folclóricamente y que, por tanto, no impacta a nadie. Valdría la pena hacer el ejercicio de desaprender; vaciar completamente nuestro ser, nuestro corazón, hacer lo de Tomás, viendo el caso de Tomás desde la óptica más positiva, claro está; es decir, si no lo juzgamos de entrada como “el incrédulo”, sino como el que quiere creer y poner en práctica su fe, pero que desde su vacío interior necesita ser llenado por la presencia de su Señor. Éste es el camino que estamos llamados nosotros hoy a recorrer.

sábado, 16 de abril de 2011



Y PARA QUE PALMAS?

Hoy, Domingo de Ramos, celebramos la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. Se llama también este domingo, Domingo de Pasión, pues en este día damos inicio a la Semana de la Pasión del Señor.

Este Domingo de Ramos ha tenido lugar la ceremonia de la bendición de las palmas y hemos escuchado la narración de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén.

Y ¿qué significan las palmas que con tanto interés vienen todos a recoger? Las palmas benditas recuerdan las palmas y ramos de olivo que los habitantes de Jerusalén batían y colocaban al paso de Jesús, cuando lo aclamaban como Rey y como el venido en nombre del Señor. Las palmas benditas no son cosa mágica. Las palmas benditas que hoy se recogen simbolizan que con ellas proclamamos a Jesús como Rey de Cielos y Tierra, pero -sobre todo- que lo proclamemos como Rey de nuestro corazón. ¡Jesús, Rey y Dueño de nuestra vida!

Sin embargo, si bien con las palmas benditas hemos aclamado a Cristo como Rey, las lecturas de la Misa de hoy son todas referidas a la Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo.

La Primera Lectura del Profeta Isaías (Is. 50, 4-7) nos anuncia cómo iba a ser la actitud de Jesús ante las afrentas y los sufrimientos de su Pasión: no opuso la más mínima resistencia a todo lo que le hacían. “No he opuesto resistencia, ni me he echado para atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban la barba. No aparté mi rostro de los insultos y salivazos.”

En el Salmo (Sal. 21) repetiremos las palabras de Cristo en la cruz, justo antes de expirar: Dios mío, Dios mío. ¿Por qué me has abandonado? ... Jesús cargó con todo el peso de nuestros pecados, al punto de sentir el abandono de Dios en que nos encontramos cuando pecamos y damos la espalda a Dios.

Nunca, salvo en su entrada triunfal a Jerusalén, Jesús quiso dejarse tratar como Rey ... Siempre lo evitó ... Como nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (Flp. 2, 6-11): Cristo nunca hizo alarde de su categoría de Dios, sino que más bien se humilló hasta parecer uno de nosotros. Y -como si fuera poco- se dejó matar como un malhechor.

En el Evangelio (Mt. 26, 14 - 27) hemos oído la Pasión según San Mateo. La lectura de la Pasión nos invita en este Domingo de Ramos, inicio de la Semana Santa, a acompañar a Jesús en su sufrimiento, en las torturas a las que fue sometido, para darle gracias por redimirnos, por rescatarnos, por salvarnos y abrirnos las puertas del Cielo.

Pero volvamos al tema de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén a pocos días de su Pasión y Muerte, el cual nos invita a reflexionar sobre si Jesús es Rey, y si lo es ¿qué clase de Rey es? Porque... ¿no es extraño un Rey montado en un burrito? ¿Por qué no vino sentado en una carroza o cabalgando un caballo blanco bien aperado?

La verdad es que Jesús, aun siendo el Mesías, siempre huyó de la idea que la gran mayoría del pueblo de Israel tenía del Mesías: ellos esperaban un Mesías poderoso, de acuerdo a criterios humanos y políticos, que los libertara del dominio romano. Jesús, por el contrario, va dejando bien claro que su misión es diferente. Por ejemplo, cuando después del milagro de la multiplicación de los panes, la multitud quiere aclamarlo como rey, sencillamente desaparece.

Sin embargo, sólo en la ocasión de su entrada a Jerusalén se deja aclamar como Mesías y como Rey de Israel, como “el Rey que viene en nombre del Señor” (Lc. 19, 38). Pero entonces observamos la paradoja del Rey montado en un burrito, con lo que se cumple lo anunciado por el Profeta Zacarías (9,9): “He aquí que tu Rey viene a ti, apacible y montado en un burro, en un burrito”.

Lo del burrito nos indica la profunda humildad de ese Rey, que -como nos dice la Segunda Lectura (Flp. 2, 6-11) de la Carta de San Pablo a los Filipenses- nunca quiso hacer alarde de su categoría de Rey, ni de su condición de Dios, sino que más bien se humilló hasta hacerse uno como cualquiera de nosotros ... y menos aún, pues se consideró y actuó como servidor obediente, llegando a la mayor deshonra y al mayor sufrimiento posible: morir torturado y crucificado como malhechor y -por si fuera poco- como blasfemo (cfr. Flp. 2, 6-11 y Mt. 21, 65).

Cuando ya comienza el proceso que llevaría a su Pasión y Muerte, Jesús, interrogado por Pilatos “¿Eres el Rey de los Judíos?”, no niega que lo sea, pero precisa: “Mi Reino no es de este mundo” (Jn. 18, 36). Ya lo había dicho antes a sus seguidores: “Mi Reino está en medio de vosotros”(Lc.17, 21).

Y es así, pues el Reino de Cristo va permeando paulatinamente en medio de aquéllos -y dentro de aquéllos- que acogen la Buena Nueva, es decir, su mensaje de salvación para todo el que crea que El es el Mesías, el Hijo de Dios, el Rey de Cielos y Tierra.

Y si el Reino de Cristo no es de este mundo ¿de qué mundo es? ¿cuándo se instaurará? Ya lo había anunciado El mismo en el momento en que fuera juzgado por Caifás: “Verán al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Dios Poderoso y viniendo sobre las nubes” (Mt. 26, 64).

El Reino de Cristo, aunque ya comienza a estar dentro de cada uno de los que siguen la Voluntad de Dios, se establecerá definitivamente con el advenimiento del Rey a la tierra, en ese momento que el mismo Jesús anunció durante su juicio; es decir, en la parusía (al final de los tiempos) cuando Cristo venga a establecer los cielos nuevos y la tierra nueva, cuando venza definitivamente todo mal y venza al Maligno. Será un Reino en el que habiten la justicia, la paz y el amor. (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica # 671-677)

Y ¿quiénes son los súbditos de ese Rey? ¿quiénes son su pueblo? Todos los que hayan sido -como El- siervos de Dios, es decir todos los que hayan cumplido la Voluntad de Dios, todos los santos, todos los salvados por la sangre de ese Rey derramada en la cruz.

Por todo esto, Jesús nos enseñó a orar así en el Padre Nuestro: “venga a nosotros tu Reino”. Y por eso en la Santa Misa, después de que el pan y el vino son transformados en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, toda la asamblea anuncia la muerte de Jesús, proclama su resurrección gloriosa y terminamos la Aclamación Eucarística diciendo todos a una voz: “Ven Señor Jesús”. Y con esta frase, que es la última de toda la Sagrada Escritura, estamos pidiendo la pronta venida de Jesús para instaurar su Reino definitivo, en el que seguirá siendo el Rey.

Eso simbolizan las palmas benditas, no otra cosa. Con ellas proclamamos a Jesús como Rey de Cielos y Tierra, pero -sobre todo- como nuestro Rey, Rey de nuestro corazón. Dueño y Señor de nuestra vida y de nuestra voluntad. Si no es así, no tiene sentido recoger palmas.

Y ¿cómo es ese Reinado de Jesús en nuestro corazón? Significa que lo dejamos a El reinar en nuestra vida; es decir, que lo dejamos a El regir nuestra vida. Significa que entregamos nuestra voluntad a Dios, para hacer su Voluntad y no la nuestra. Significa que lo hacemos dueño de nuestra vida para ser suyos. Así el Reino de Cristo comienza a estar dentro de nosotros mismos y en medio de nosotros. Así nos preparamos adecuadamente para cuando Cristo venga glorioso entre las nubes a establecer su Reinado definitivo: la morada de Dios entre los hombres. Que así sea.

sábado, 9 de abril de 2011

V Domingo del Tiempo Ordianrio


MI AMIGO LAZARO

Muchos pueblos de la tierra, en el pasado y en el presente, se han visto forzados a abandonar su tierra, a marchar al exilio. Sus habitantes forman las legiones de desplazados y refugiados que, hoy por hoy, las Naciones Unidas, a través de su Alto Comisionado para los Refugiados (ACNUR), se esfuerzan por atender. Para un desplazado no hay peor desgracia que morir en el destierro, lejos del suelo patrio, del paisaje familiar, de la tierra nutricia. El profeta Ezequiel, en la primera lectura, enfrenta esta situación frente a su pueblo de Judá, hace 26 siglos: comienzan a morir los ancianos, los enfermos, los más débiles, lejos de Jerusalén, de la tierra que Dios prometiera a los patriarcas, la tierra a la cual Moisés condujera al pueblo, la que conquistara Josué. Al dolor por la muerte de los seres queridos se suma el de verlos morir en suelo extranjero, el de tener que sepultarlos entre extraños.

Pero la voz del profeta se convierte en consuelo de Dios: Él mismo sacará de las tumbas a su pueblo, abrirá sus sepulcros y los hará volver a la amada tierra de Israel. Conocerá su pueblo que Dios es el Señor cuando El derrame en abundancia su Espíritu sobre los sobrevivientes.

En el Antiguo Testamento no aparece claramente una expectativa de vida eterna, de vida más allá de la muerte. Los israelitas esperaban las bendiciones divinas para este tiempo de la vida terrena: larga vida, numerosa descendencia, habitar en la tierra que Dios donó a su pueblo, riquezas suficientes para vivir holgadamente. Más allá de la muerte sólo quedaba acostarse y dormir con los padres, con los antepasados; las almas de los muertos habitaban en el “sheol”, el abismo subterráneo en donde ni si gozaba, ni se sufría.

Sólo en los últimos libros del Antiguo Testamento, por ejemplo en Daniel, en Sabiduría y en Macabeos, encontramos textos que hablan más o menos confusamente de una esperanza de vida más allá de la muerte, de una posibilidad de volver a vivir por voluntad de Dios, de resucitar. Esta esperanza tímida surge en el contexto de la pregunta por la retribución y el ejercicio de la justicia divina: ¿Cuándo premiará Dios al justo, al mártir de la fe, por ejemplo, o castigará al impío perseguidor de su pueblo, si la muerte se los ha llevado? ¿Cuándo realizará Dios plenamente las promesas a favor de su pueblo elegido? Algunas corrientes del judaísmo contemporáneo de Jesús, como el fariseísmo, creían firmemente en la resurrección de los muertos como un acontecimiento escatológico, de los últimos tiempos, un acontecimiento que haría brillar la insobornable justicia de Dios sobre justos y pecadores. Los saduceos por el contrario, se atenían a la doctrina tradicional, les bastaba esta vida de privilegios para los de su casta, y consideraban cumplida la justicia divina en el “status quo” que ellos defendían: el mundo estaba bien como estaba, en manos de los dominadores romanos que respetaban su poder religioso y sacerdotal sobre el pueblo.

La segunda lectura está tomada de la carta de Pablo a los romanos, considerada como su testamento espiritual, redactada con unas categorías antropológicas complicadas, muy alejadas de las nuestras, que se prestan fácilmente a confusión. El fragmento de hoy está escogido para hacer referencia al tema que hemos escuchado en la 1ª lectura: los cristianos hemos recibido el Espíritu que el Señor prometía en los ya lejanos tiempos del exilio, no estamos ya en la “carne” es decir -en el lenguaje de Pablo-: no estamos ya en el pecado, en el egoísmo estéril, en la codicia desenfrenada. Estamos en el Espíritu, o sea, en la vida verdadera del amor, el perdón y el servicio, como Cristo, que posee plenamente el Espíritu para dárnoslo sin medida. Y si el Espíritu resucitó a Jesús de entre los muertos, también nos resucitará a nosotros, para que participemos de la vida plena de Dios.

El pasaje evangélico que leemos hoy, la «reviviscencia» de Lázaro, narra el último de los siete “signos” u “obras” que constituyen el armazón del cuarto evangelio. Según Juan, antes de enfrentarse a la muerte Jesús se manifiesta como Señor de la vida, declara solemnemente en público que Él es la resurrección y la vida, que los muertos por la fe en Él revivirán, que los vivos que crean en Él no morirán para siempre....

Bonita la escena, bien construido el relato, tremendas y lapidarias las palabras de Jesús, rico en simbolismo el conjunto... pero difícil el texto para nosotros hoy, cuando nos movemos en una mentalidad tan alejada de la de Juan y su comunidad. A nosotros no nos llaman tanto la atención los milagros de Jesús como sus actitudes y su praxis ordinaria. Preferimos mirarlo en su lado imitable más que en su aspecto simplemente admirable que no podemos imitar. No somos tampoco muy dados a creer fácilmente en la posibilidad de los milagros. Para la mentalidad adulta y crítica de una persona de hoy, una persona de la calle, este texto no es fácil. (Puede ser más fácil para unas religiosas de clausura, o para los niños de la catequesis infantil).

En la muy sofisticada elaboración del evangelio de Juan, éste es el «signo» culminante de Jesús, no sólo por ser mucho más llamativo que los otros (nada menos que una reviviscencia) sino porque está presentado como el que derrama la gota de la paciencia de los enemigos de Jesús, que por este milagro deciden matar a Jesús. Quizá por eso ha sido elegido para este último domingo antes de la semana santa. Estamos acercándonos al climax del drama de la vida de Jesús, y este hecho de su vida es presentado por Juan como el que provoca el desenlace final.

La causa de la muerte de Jesús fue mucho más que la decisión de unos enemigos temerosos del crecimiento de la popularidad de un Jesús taumaturgo, como aquí lo presenta Juan. Este puede ser un filón de la reflexión de hoy: «Por qué muere Jesús y por qué le matan».

Otro tema puede ser el de la «fe» o del «creer en Jesús», con tal de que no identificar la «fe» en «creer que Jesús puede hacer milagros» o «creer en los milagros de Jesús». La fe es algo mucho más serio y profundo. Podría uno creer en Jesús y creer que el Jesús histórico tal vez no hizo ningún milagro... No podemos plantear la fe como si un «Dios allá arriba» jugase a ver si allá abajo los humanos dan crédito o no a las tradiciones que les cuentan sus mayores referentes a Jesús de Nazaret y sus milagros... La fe en Jesús tiene que ser algo mucho más profundo.

Y un tercer tema -todavía más complejo- para nuestra reflexión, puede ser el de la resurrección. Precisamente porque, la de Lázaro no fue una resurrección. Lógicamente, a Lázaro simplemente se le dio una prórroga, una «propina», un suplemento... de esta misma vida. Un «más de lo mismo». Y el Lázaro «resucitado» -como tantas veces se lo mal llamó- tenía que volver a morir. Porque para nosotros «vivir es morir». Cada día que vivimos es un día que morimos, un día menos que nos queda de vida, un día más que hemos gastado de nuestra vida... Pero «resucitar» es otra cosa. Aquí habría que subrayar y proclamar y denunciar que es bien probable que en la cabeza de la mayor parte de nosotros, la idea de «resurrección» que hay es una idea equivocada, por esta misma razón por la que decimos que Lázaro era «mal llamado resucitado»: porque pensamos, o mejor, «imaginamos» la vida resucitada un poco como «prolongación, suplemento, continuación...» de ésta de ahora. Y no. No es sólo que la diferencia será que «aquella vida no se acaba», o que «no tiene necesidades materiales» porque «allí serán como los ángeles del cielo»... No. Es que es otra cosa. Y es que es sobre todo un misterio. Nuestra llamada «fe en la resurrección» no es un creer que hay un «segundo piso» al que subimos tras la muerte y allí «continuamos viviendo»... Podríamos decir que todas esas «imágenes» no corresponden al «misterio» en el que creemos, y como tales, pueden ser dejadas de lado. También aquí, yo puedo creer en lo que denominamos «resurrección» sin aceptar la interpretación facilona de que Dios nos creó aquí primero para luego llevarnos a un lugar definitivo... Muchos pueblos primitivos han pensado esto, que es una forma plausible de interpretación de la vida humana en un determinado contexto cultural. Pero hoy, si no queremos seguir anclados en las «creencias» típicas de las religiones de la edad agraria... es necesario hacer un esfuerzo de purificación, y quizá también haga falta aceptar la ascesis de un no saber/poder expresar bien aquello en lo que «creemos»...