viernes, 29 de julio de 2011

XVIII SUNDAY OF THE ORDINARY TIME



THE MIRACLE OF GENEROSITY.

Mother Teresa told how she once came across a Hindu family that hadn´t eaten for days. She took a small quantity of rice and gave it to the family. What happened next surprised her.

Without a moment´s hesitation the mother of the family divided the rice into two. Then she took one half of it to the family next-door, which happened to be Muslim.

Seeing this Mother Teresa said to her, “how much will you have left over? Aren´t there enough of yourselves?”

“But they haven´t eaten for days either,” the woman replied.

Generosity such as that makes us humble.

The miracle of the loaves and fishes could be called a miracle of generosity. First of all there is the marvelous generosity of the boy, who, with his gift of the five loaves and two fish, made the miracle possible. It was a small thing, in itself, but for the little boy it was a big thing because it was all he had. It´s easy to give something that we won’t really miss. But when that gifts is as desperately needed by the giver as by the receiver, that is true giving. That is a sacrifice.

Then there was the marvelous generosity of Jesus. To appreciate this we need to consider the circumstances of the miracle. It´s easy to reach out others when it doesn´t cause us much inconvenience. Not so easy when it is sprung on us at an awkward moment. Here a real sacrifice is involved. We have to set aside our plans, and forget about ourselves. So it was with Jesus. He has just learned that his cousin, John, had been murdered. He needed peace and quiet. That is why he and the apostles crossed to the far side of the lake. But when he stepped out of the boat he found a throng of the people waiting for him. He might have got angry and sent them away. Instead he had compassion on them and gave himself completely to them.

Then there was the sheer generosity of his response to the hunger of the people. Not only did he feed them, but saw to it that each got as much as he wanted, and even so there were twelve full baskets left over. You can see then why this could be called a miracle of generosity. Generosity is not always about giving things. More often it is about giving of ourselves, of our time, our gifts. Giving things can be easy, but giving of ourselves, of our time, our gifts. Giving things can be easy but giving of oneself is never easy. Before giving himself as food and drink in the Eucharist, Jesus gave of himself to people in so many other ways.

The story of the feeding of the multitude was treasured by the early Christians. The miracle recalled to the Old Testament story of manna in the desert. For them Jesus was the new Moses who feeds his people in the desert. Then they saw in this feeding and anticipation of the Eucharist. It was at the table of the Eucharist that Jesus nourished them.

And it is here that Jesus nourishes us now. Only at Gods, table can we get the nourishment our hearts are longing for. In the Eucharist we are nourished with the Word of God and the Bread of Life. And having invited us to partake of the banquet of life on earth, God has invited us to partake of the banquet of eternal life in heaven.

As the people went back to their homes at the end of that day they knew that they had experienced the goodness and love of God- that love Paul talks about, a love from which nothing can separate us.

In the Eucharist we taste the love of God. The proof that we have experiences that love will be our willingness to love others. We may be able to give only in small ways and in small amounts. However, from the little boy in the Gospel we see that a small amount can become a big amount when placed in the hands of the Lord.

jueves, 28 de julio de 2011

XVIII Domingo del Tiempo Ordianrio



PAN PARA EL HAMBRIENTO…

La segunda parte del libro de Isaías, a la que pertenece la primera lectura de la liturgia de este domingo nos invita a hacer una valoración experiencial y sapiencial de la Palabra de Dios. Esta pequeña exhortación “cierra” los capítulos anteriores, desde el 40 hasta el 55, y ofrece una poderosa clave de lectura para comprender toda la segunda parte del libro. Además termina con el ya famoso texto que compara la Palabra de Dios con la lluvia vivificadora (Is 55: 10-11).

El hambre y la sed son mecanismos fundamentales de los seres vivos. Todo ser viviente necesita nutrición e hidratación, pero en los seres humanos, estas necesidades biológicas tienen carácter social. En muchas culturas humanas –no todas-, compartir la bebida y el alimento son mecanismos de socialización y de integración. El autor toma, entonces, esta necesidad vital y la traslada al campo de la fe para mostrarnos que para el creyente la Palabra de Dios es algo más que una comunicación divina. La Palabra de Dios se convierte así en una necesidad inaplazable que alimenta nuestro ser y nos vivifica. Jesús mismo, retomando las reflexiones del Deuteronomio (Dt 8, 3; 6, 13), combate la tentación contraponiendo la voluntad divina al inmediatismo humano (Lc 4, 3-4). El problema de la humanidad no es únicamente la satisfacción de las necesidades básicas, sino, también, hacer surgir y formar una consciencia que exija la justa distribución de los recursos, que lleve a que la humanidad cultive lo mejor de sí y lo entregue como solidaridad y justicia en un proyecto social alternativo al proyecto egoísta.

Pero el autor, como buen poeta y profeta, no se contenta con hacer una arenga o una instrucción legal; busca, por medio de la imagen asociada a los mejores frutos (trigo, vino, leche), que el lector encuentre no sólo consuelo sino deleite. La Palabra de Dios se convierte así en un manjar sabroso que puede ser degustado por la pura gratuidad divina. El olor del amasijo fresco, del vino bien conservado y de la leche fresca nos recuerdan los dones que Dios le ha dado a su pueblo; dones que ayudan al ser humano a construir un cuerpo vigoroso pero que deben ser acompañados por una degustación asidua de su Palabra.

Isaías nos hace una invitación a degustar con sabiduría todos los dones que Dios nos ofrece, sabiendo que lo mejor que podemos ofrecer nosotros mismos es la gratitud activa, que revierte sobre todos los menos favorecidos aquellos dones que unos pocos acaparan. Lo mismo ocurre con la Palabra de Dios, debe ser entregada con sabiduría y generosidad de modo que el pueblo de Dios no desfallezca. La Palabra de Dios nos invita y convoca a hacer de este ‘valle de lágrimas’ un jardín frondoso donde florezca la justicia y la sabiduría (Sal 72, 1-9).

La multiplicación y los peces nos evoca la gran tentación de considerar que únicamente la satisfacción de las necesidades básicas nos conduce al Reino. Jesús se preocupó de que sus discípulos fueran mediadores efectivos frente a las necesidades del pueblo, pero no recurriendo a la mentalidad mercantilista que reduce todo a la presencia o ausencia de dinero (Mt 14, 15). Es muy fácil, a falta de un benefactor, despedir a la multitud hambrienta para que cada cual consiga lo necesario. Pero Jesús no quiere eso; él pide a sus seguidores que sean ellos mismos quienes se ofrezcan a ser agentes de la solidaridad entre el pueblo, ofreciendo lo que son y todo (lo poco) que tienen. Entonces la ración de tres personas, cinco panes y dos peces, se convierte en el incentivo para que todos aporten desde su pobreza y pueda ser alimentado todo el pueblo de Dios, que es lo que simbolizan las doce canastas. En la intención del evangelista, Jesús demuestra de este modo que el problema no es la carencia de recursos sino la falta de solidaridad.

Lo que nos acerca a Jesús no son los muchos rezos, genuflexiones o ceremonias, sino el amor incondicional a él y a su Causa, el Reino. Algo que hizo diferente a Jesús de todos los predicadores de su época fue la capacidad para despertar los mejores sentimientos de la gente: amor, generosidad y respeto. Nosotros no deberíamos amar a Jesús con un amor diferente al amor con el que él nos ama. Si el nos amó con un amor solidario, generoso, compasivo... nosotros no podemos responderle con melifluas plegarias ni con lloriqueos o explosiones de emotividad, porque esto no sería amor recíproco. Por eso, si entendemos con qué amor Jesús nos amó, estaremos seguros de lo que proclama Pablo: nada nos puede separar del amor de Cristo.

viernes, 22 de julio de 2011

XVII Domingo del Tiempo Ordinario



EL MEJOR TESORO…


La palabra de Dios siempre nos va a proponer motivos y razones para acrecentar nuestra inseguridad frente a la vida y frente al seguimiento, de una causa que creemos muy importante para los que nos llamamos cristianos: el Reino, la Utopía.

Las lecturas de hoy son un llamado al cambio de actitudes relativas de nuestras prácticas, muchas veces tan egoístas, a los valores profundos y absolutos que propone Jesús desde la propuesta del proyecto del Reino.

Hay que tener muy claro que la presentación de Salomón, que hace el primer libro de los Reyes, pretende mostrar (románticamente) lo que para el escritor sagrado representaba y significaba este “maravilloso” rey en la teoría, pero que en la práctica y por lo que consiguió en la historia del pueblo, no pasó a ser sino un rey más que se aprovechó de su poder para explotar, esclavizar y manipular la conciencia débil del pueblo, y construir su reinado de gloria en la magnificencia literaria que se construyó en torno a su figura y su reinado.

Hay que saber diferenciar entre la estructura del reino que representa Salomón (la de la monarquía con sus estructuras económicas, políticas, militares y religiosas que se establecen para manejar los hilos del poder) a la propuesta del Reino que presenta y enseña Jesús con sus palabras, pero sobre todo con su práctica de justicia y de igualdad.

Descubrir el mensaje que se revela por Jesús y su reinado, abre los horizontes hacia una nueva humanidad. Una vez que se ha descubierto el valor absoluto que tiene el Reino, es necesario tomar una posición, y frente a este descubrimiento ningún precio es demasiado alto, pues el Reino se convierte en el único valor absoluto para quien lo descubre.

El proyecto del «Reino de los cielos», según la expresión de Mateo, se convierte para muchas personas en una alegre pero exigente sorpresa, que en el caminar normal de la vida se produjo por medio de un encuentro afortunado que impregnó de una gran riqueza la existencia. Ese Reino trajo una exigencia, que genera al mismo tiempo inseguridad, pues se descubre necesario venderlo todo, despojarse de muchos «bienes» que atan, e ir al encuentro de su absoluta posesión, como su mayor riqueza. Afortunado quien ha descubierto desde su práctica concreta en la vida, los valores del Reino...encontró su mejor tesoro, la mejor perla que podía estar buscando perdidamente en otros rincones.

Las dos parábolas iniciales (del tesoro escondido y de la perla de gran valor) parece que se contrapusieran a la llamada e invitación de Jesús a dejar bienes y riquezas para poder seguirlo. Sin embargo nos enseñan las parábolas, que el Reino es la mayor riqueza para el seguidor de Jesús: Luego de sentir la llamada de Jesús y de descubrir el Reino, el camino se debe seguir con alegría, porque se ha encontrado todo.

El Reino, en estas dos parábolas, es la realidad que supera a nuestro egoísmo. Dejar las certezas inseguras del hoy, por la certeza mayor, hace que los caminos abiertos para que el reinado de Dios sea el mayor absoluto, que busca en todos los sentidos la transformación de tantas y tantas estructuras injustas.

Para el seguidor de Jesús es necesario romper los esquemas de muchas estructuras que deshumanizan. Personas que esperan un cambio sin ponerse en búsqueda, ateniéndose muchas veces a su herencia legalista, que no les permite salir a encontrar nuevas posibilidades para su existencia o para la existencia de los demás, se enfrentan en estas parábolas a las personas que han encontrado un sentido que creían perdido para sus vidas y se arriesgan al cambio y a la novedad, poniéndose en marcha en la construcción de proyectos alternativos que construyan hermandad solidaria entre los seres humanos y se comprometen en afianzar, desde la práctica concreta, los valores de vida y justicia que han encontrado.

Jesús concluye esta enseñanza preguntando si han entendido todo lo dicho por medio de la palabra, que había estado escondida, pero que ahora no deja de salir a la luz. Aquí se presenta el modelo ideal del discípulo que es capaz de entender el mensaje del Reino y saca oportunamente lo viejo y lo nuevo del mensaje que ha recibido. La novedad del Reino viene por medio de la palabra, acumulada en la historia del propio pueblo por medio de sus valores, la cultura, el proyecto original en torno al cual se dio origen a Israel como pueblo, sus luchas y procesos en búsqueda de la justicia y su interpretación de la historia desde un Dios liberador y a la opción de este Dios por los más pobres y oprimidos de la sociedad. Esta oferta del Reino que propone Jesús, es una realidad que quiere hombres y mujeres capaces de incorporar los propios valores de la historia y la cultura a las nuevas realidades, siempre impregnadas de justicia, que Jesús puso en marcha a partir del anuncio y la práctica del Reino.

sábado, 9 de julio de 2011

XV Domingo del Tiempo Ordinario


PARABOLA DEL SEMBRADOR

El libro del profeta Isaías se divide en tres parte: la primera la podemos llamar el libro de la denuncia; la segunda el libro del anuncio y la tercera la consolación. El texto que hoy leemos pertenece a esta última sección del libro y nos da ya una pista para la interpretación del pasaje. Isaías III nos presenta una comparación que subraya el papel fundamental de la palabra de Dios para que se verifique la eficacia de su obra o acción. La palabra de Dios es entonces la lluvia que hace fecundos incluso los terrenos más áridos y duros. Se describe todo el ciclo completo del agua, desde su precipitación como gotas en las nubes, pasando por su acción benéfica en el terreno cultivado, hasta su retorno al cielo, lista para emprender de nuevo su cometido. De igual forma la palabra de Dios, que parte rauda de la boca de Dios, hace fértil el campo cultivado y realiza el cometido para el que fue enviada.

Esta comparación nos ayuda a comprender que la palabra que Dios nos comunica no gira en el vacío, sino que se dirige a los ‘terrenos cultivados’, o sea , a todas las personas que con devoción y cariño preparan su mente y sus afectos para que sea eficaz la palabra que ellos reciben de Dios por medio de los profetas. De este modo la comparación resalta dos elementos muy importantes: la palabra se dirige a los ‘terrenos cultivados’ donde la semilla ya reposa y la palabra retorna a su fuente de origen.

El evangelio de Mateo complementa esta imagen tan poderosa y sugestiva con la ‘parábola del sembrador’. En esta parábola los elementos decisivos son la excelente calidad de la semilla y la disposición del terreno. El sembrador lanza una semilla de excelente calidad y lo hace con la generosidad y esperanza de quien ama su campo de cultivo. No ahorra esfuerzo ni semillas; las coloca incluso en lugares en donde no cabría esperar ningún resultado ya que su interés no es conservar sino esperar que esa semilla haga fructificar todos los sectores de su parcela. El otro elemento decisivo, el terreno, responde de diferente manera según la ‘calidad’ de la tierra. La buena disposición de cada pedazo de la parcela constituye el factor decisivo para el éxito de la empresa. La semilla es buena, pero no siempre el terreno que responde de manera desigual.

La interpretación de la parábola que aparece en la sección siguiente del evangelio, nos da una claves poderosas de comprensión. La disposición del terreno se refiere a la actitud de las personas. Algunas se dejan cultivar y ofrecen una tierra apta donde la semilla echa raíces profundas. Otras, en cambio, ofrecen terrenos donde la semilla se pierde por exceso de dureza, por descuido, superficialidad o negligencia. Tanto el grupo representado por los buenos terrenos, como el grupo representado por los terrenos no receptivos, hacen parte de la misma parcela. Los dos están en la misma geografía, en la misma historia y en el mismo momento. No hay excusa válida para justificar la falta de acogida y de respuesta.

Esta parábola se refiere a una realidad de la comunidad cristiana sobre la que ya se había hecho una profunda recepción. En la comunidad, representada por la parcela, se encuentran terrenos, es decir personas, con diferentes actitudes y proyectos. No se puede saber de antemano que respuesta va a dar cada quien. Lo único que se sabe es que el sembrador reparte con generosidad su fértil semilla. Sin embargo, en el desarrollo del proceso de cultivo se sabe quien es apto y quien no. Pero no basados en criterios arbitrarios, sino en el fruto que cada quien muestra. La expresión ‘dar frutos’ tiene un valor muy preciso en la Biblia y se refiere siempre a la respuesta positiva del ser humano al proyecto de Dios. Pero no a cualquier proyecto presentado en nombre de Dios, sino a la propuesta de los profetas que Jesús de Nazaret ha llamado ‘reinado de Dios’. Es decir, una experiencia humana donde sea posible al amor solidario, la libertad para hacer el bien y la justicia responsable.

La parábola del sembrador nos pone en contacto con la profecía consoladora de Isaías. La palabra de Dios actúa en la historia humana en las personas que cultivan el terreno sorprendente del amor solidario, de la escucha atenta del hermano y del servicio generoso y desinteresado a los excluidos. La palabra de Dios se hace fecunda en las comunidades y personas que asumen una actitud responsable ante la historia y no permiten que la ‘buena nueva del evangelio’ se convierta en consigna barata ni en cliché de espiritualizaciones alienadoras y superfluas, sino que procuran siempre que la palabra del profeta sea eficaz en la historia.

Pablo, en la Carta a los Romanos, nos propone esta misma reflexión: la creación, el terreno fértil que Dios ha dado al ser humano en la historia (Gn 2, 4-25), aguarda con impaciencia la realización de la obra de Cristo en toda la humanidad. La propuesta de Jesús nos abre a la esperanza de un futuro en el que la Humanidad se reconoce en la justicia y en el amor solidario y no en la muerte y la guerra.

sábado, 4 de junio de 2011

VII Semana de Pascua


ESTOY CON USTEDES TODOS LOS DIAS, HASTA EL FIN DEL MUNDO.

La primera lectura de la liturgia nos ofrece el relato de la Ascensión del Señor cuyo objetivo fundamental es trazar los rasgos específicos de la esperanza cristiana. Jesús, nuevo Elías, asciende a los cielos y este hecho no significa el fin de la historia deseado por los discípulos según se refleja en su pregunta: «¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino para Israel?» (v.6). Se trata por el contrario, del tiempo del testimonio que prepara ese final. En el salmo interleccional se proclama la entronización de Dios como «emperador» y «rey» de toda la tierra y la carta a los cristianos de Éfeso conecta el señorío del Mesías Jesús a la comprensión que deben tener los miembros de la comunidad eclesial sobre la esperanza a la que «abre su llamamiento» (1,18) .

El evangelio, final del relato de Mateo, vuelve a subrayar esa conexión. Comprende las circunstancias del último encuentro entre Jesús y sus discípulos (vv. 16-17) y las palabras finales del Señor a su comunidad (vv. 18-20).

Respecto a las circunstancias, el texto sitúa la escena en una montaña de la Galilea. Se produce en ella la teofanía del Resucitado que debe colocarse en relación con la montaña de la Tentación y con la montaña de la Transfiguración. Se anticipa, así el Señorío de Jesús, tema principal que se desprenden de las palabras que éste pronuncia.

Lejos del centro de la dirigencia religiosa, Jesús se encuentra con los Once. El número es el resultado de la sustracción de Judas de la cifra original de los Doce discípulos y significa la totalidad de los seguidores de Jesús que no defeccionaron. Todos ellos son beneficiarios de la experiencia del Resucitado.

Ante esa experiencia su actitud es una mezcla de adoración y de duda. Como Pedro ante el embate de las olas (cf Mt 14,23-33), la comunidad lleva en su seno estos dos sentimientos contradictorios. Ambos son los dos únicos textos de Mateo que combinan los verbos que se refieren a esos dos sentimientos.

Las palabras de Jesús se dirigen a fortalecer la fe comunitaria desde un encargo en que están implicados tres personajes: Jesús, el círculo de los discípulos y «todos los pueblos». Respecto a sí mismo, Jesús afirma que ha recibido «plena autoridad en el cielo y en la tierra» (v. 18). Para el evangelista, la autoridad ocupa un puesto importante en la presentación de Jesús. Este, al inicio de su actividad, había rechazado la última propuesta del diablo en orden recibir «todos los reinos del mundo» (cf Mt 4,8-10), los discípulos habían visto actuante en Jesús el significado del poder divino pero debían mantenerlo en secreto (cf Mt 16,28-17,9). Ahora es el momento de la proclamación de ese señorío, recibido por Jesús del Padre.

Los elementos que subrayan el universalismo son acumulados en este breve pasaje. Junto a «cielo y tierra» y la mención de los «pueblos» se da una significativa repetición del término «todo», «plena autoridad» (v. 18), «todos los pueblos» (v. 19), «todo lo que les mandé» (v. 19), «cada día» (v. 20). La obediencia al querer divino confiere a Jesús un señorío universal que se ejerce sobre toda realidad creada.

Este señorío universal es el fundamento para la existencia de la realidad eclesial. El encuentro con Jesús Resucitado establece la Iglesia en el momento de la irrupción gratuita y definitiva de Aquel que ha sido entronizado a la derecha del Padre. De esta forma se inicia una nueva era con la presencia definitiva del Enmanuel, el Dios con nosotros.

Este «relato de vocación» de la comunidad eclesial describe la transmisión que le hace Jesús de «todo su poder». Gracias a él pueden convocar a nuevos discípulos mediante el bautismo y la enseñanza. Por el bautismo, Jesús había iniciado el cumplimiento definitivo de la justicia del Reino (Mt 3,15), igualmente el bautismo cristiano injerta a cada bautizado en la misma dinámica. Junto al bautismo, el otro rasgo característico de la existencia cristiana es la «enseñanza». No se trata de una teoría que se debe proclamar, sino de la Buena Noticia del Reino frente a la cual todo creyente es un seguidor al que se exige un comportamiento coherente. Se trata de «guardar todo lo que les mandé». De esa forma, toda obra y palabra de Jesús se convierten en punto de referencia que se debe tener presente en la propia vida.

El mandato de Jesús compromete a toda la comunidad eclesial y la responsabiliza frente a todas las naciones. Aunque ya iniciado en el círculo de los discípulos, el señorío de Jesús no puede agotarse al interno de la vida de las comunidades cristianas. Para ello cuenta con la asistencia de su Señor: «Yo estaré con ustedes». Esta asistencia suministra el coraje necesario para superar todos los temores y tempestades y confiere un ámbito ilimitado para la actuación de la salvación.

Pero para ello, se exige de la Iglesia la misma obediencia de Jesús. Sólo en el rechazo del poder de dominio, en la obediencia filial al Padre, podrá realizar su tarea. Este «manifiesto» final del Señor Resucitado liga íntimamente la misión de la Iglesia al camino recorrido históricamente por Jesús de Nazaret, Hombre y Dios.