viernes, 26 de agosto de 2011

XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


¡SEDUCEME SEÑOR PARA SEGUIR TUS CAMINOS!



Desde el momento que los Apóstoles reconocieron a Jesús como el Mesías esperado por el pueblo de Israel por ¡tantos siglos!, El comenzó a anunciarles que debía ir a Jerusalén, donde tendría que sufrir mucho de manos de las autoridades judías, que terminaría siendo condenado a muerte, pero que resucitaría al tercer día.

En el primero de estos anuncios del Señor, Pedro, haciendo gala de su impulsividad característica, llama a Jesús aparte y le protesta, diciéndole: “Dios te libre, Señor. Eso no te puede suceder a Ti” (Mt. 16, 21-27). La respuesta del Jesús a Pedro es sumamente dura: “Retrocede, Satanás (Apártate de Mí, Satanás) y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres”.

Sorprende esta respuesta del Señor aún más, porque pocos momentos antes Pedro había sido nombrado jefe de la Iglesia y Jesús lo había felicitado por haberlo reconocido como el Mesías. Cristo le hizo ver que esa verdad que Pedro había reconocido y confesado no le venía de ningún hombre, sino que se la había revelado Dios Padre. Pero en este episodio de hoy, Jesús llama a Pedro “Satanás” y lo acusa de tener el modo de pensar de los hombres. Totalmente lo contrario a lo anterior. ¿Qué ha sucedido?

Efectivamente, Pedro piensa en esto como los hombres y no como Dios. El pensamiento de Dios es muy distinto al pensamiento del mundo. Pero sucede que los seres humanos, en vez de adaptar nuestro pensamiento al de Dios, queremos que Dios se adapte al nuestro.

San Pedro, en este episodio del Evangelio de hoy, utiliza los “criterios del mundo” y no los de Dios, por lo que se equivoca pensando que el Mesías, el Hijo de Dios, no podía ser perseguido y ajusticiado. Y con esto expresa algo que es muy lógico para el pensar de los hombres, pero no para Dios: si alguien es tan importante como el Mesías esperado, éste tiene que ser una persona de éxito y de victoria; no puede morir perseguido y fracasado. ¡No puede suceder lo que Jesús está anunciando!

Pedro, además, rechaza el sufrimiento para Jesús. Así nos sucede a nosotros: no queremos sufrimiento ni para nosotros, ni para nuestros seres queridos. Pero resulta que en el plan de Dios, mucho beneficio viene del sufrimiento bien llevado, y todo sufrimiento -aceptado en amor a Dios- tiene un valor tan grande, que ese valor sirve de redención para quien sufre y, además, para muchos otros.

En la Segunda Lectura (Rom. 1 2, 1-2), Pablo nos exhorta justamente a esto, a que nos ofrezcamos como “ofrenda viva, santa y agradable a Dios”. Y va más lejos aún: nos dice que en esa ofrenda de nosotros mismos a Dios consiste el verdadero culto. El culto no es principalmente pedir a Dios, agradecer a Dios, alabar a Dios... aunque es cierto que con todo esto le rendimos culto. El culto consiste principalmente en ofrendar nuestro ser, nuestra vida, todo lo que somos y tenemos a Dios. Así seremos santos y agradables a El.

¡Claro! Tener esta postura y esta convicción ante el sufrimiento no es fácil, no es lo natural. Para ello hay hacer lo que nos dice San Pablo: “adquirir una nueva manera de pensar. No se dejen transformar por los criterios de este mundo”. Y esto significa remar contra la corriente, porque la corriente del mundo nos dice todo lo contrario. Si nos dejamos llevar por la corriente del mundo, corremos el riesgo de ser corregidos como Pedro en el Evangelio de hoy: “Retrocede, Satanás … porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres”, de las modas actuales, de las ideologías políticas o filosóficas.

En la Primera Lectura (Jer. 20, 7-9) oímos la queja del Profeta Jeremías, quien nos hace ver la burla y la persecución de que es objeto un hombre, elegido de Dios para llevar su palabra a los demás. Nos hace ver también el deseo que tiene el Profeta de abandonar su misión, de no hacer la Voluntad de Dios.

Pero Dios, que es infinitamente misericordioso, “seduce” a Jeremías para que continúe su ingrata misión de anunciar violencia y destrucción, y cumpla así la Voluntad Divina. Hay que dejarse “seducir” por el Señor para cumplir su Voluntad a costa de lo que sea: sufrimientos, persecuciones, burlas, etc.

¡Qué difícil es comprender y aceptar así el misterio del sufrimiento humano! Especialmente si día tras día nos están proponiendo que no hay que sufrir. Pero eso no es lo que Cristo nos propone con su ejemplo y con su Palabra.

Efectivamente, en este pasaje evangélico Cristo anuncia su propia Pasión y Muerte. Pero no se detiene allí, sino que enseguida de recriminar a Pedro, hace un anuncio aún más impresionante: no sólo va a tener que sufrir El, pues éste es el Plan de Dios, sino que cada uno de nosotros, si queremos seguirlo a El, deberemos también sufrir con El:

Esto es el Evangelio. Pero... ¡Qué distinto a lo que pensamos! ¡Qué distinto a los que se nos propone cuando se presentan los sufrimientos o adversidades!


Entonces, a pesar de lo que nos traten de vender, a pesar de lo que nos pueda parecer, para seguir a Cristo hay que “perder la vida”, hay que saber hacerse ofrenda viva, santa y agradable a Dios, como nos exhorta San Pablo; hay que renunciar a lo que pareciera que es la vida, a lo que el mundo nos presenta como si fuera lo más importante en la vida.

Hay que renunciar a muchas cosas, pero la mayor y más importante renuncia y ofrenda que debemos hacer es la de nuestro propio yo: renunciar a criterios propios, para asumir los de Dios; renunciar a la voluntad propia, para asumir la Voluntad de Dios.

¿Cuál es la Voluntad de Dios? ¿Cómo conocer la Voluntad de Dios? Esto es algo que siempre nos preguntamos. Hoy San Pablo nos da una de las formas para conocer la Voluntad Divina, cuando nos dice en la Segunda Lectura:

No se dejen transformar por los criterios de este mundo, sino dejen que una nueva manera de pensar los transforme internamente, para que sepan distinguir cuál es la Voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto”.

Quiere decir esto que para conocer la Voluntad de Dios hay que desprenderse de los criterios del mundo, hay que desprenderse del “yo”, hay que desprenderse de las formas de ser, de pensar y de actuar comunes y corrientes, propias del montón (de la mayoría), y dejarse tomar por las formas de ser, pensar y actuar de Dios.

Con esto ya no estaremos en la “mayoría”; estaremos en la “minoría” -es cierto- pero estaremos en Dios y le daremos el culto que El desea y se merece. Más aún, obtendremos la Verdadera Vida, aunque perdamos la “vida” que engañosamente el mundo nos ofrece como ¡tan importante!, como si fuera la verdadera vida.

Para seguir a Cristo hay que perder la vida: hay que renunciar a lo que pareciera que es la vida, a lo que el mundo nos presenta como si fuera lo más importante en la vida:

Placer, poder, riqueza, éxito, lujos, comodidades, apegos, satisfacciones... todas estas cosas, aún lícitas, forman parte de esa “vida” a la que hay que renunciar para abrazar la cruz que Jesús nos presente.

Si nos disponemos a perder todo eso, si nos disponemos a renunciar a nosotros mismos, convirtiéndonos en ofrendas vivas, santas y agradables a Dios, obtendremos la Verdadera Vida; es decir, la que nos espera después de esta vida aquí en la tierra.

Si por el contrario, nos parecen esos criterios de mundo ¡tan importantes! que no los podemos dejar; si creemos que no podemos desprendernos de nuestras formas de pensar, de ser y de actuar de mundo, y equivocadamente tratamos de salvarlas como si fueran lo único en la vida, podemos correr el riesgo de perderlo todo: lo de aquí y lo de allá, la vida y la Vida.
Y... ¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su Vida? (Mt. 16, 26).

Con el Salmo 62 hemos ratificado nuestra entrega a Dios:

Oh Dios, tú eres mi Dios, a ti te busco,

mi alma tiene sed de ti;

en pos de ti mi carne languidece

cual tierra seca, sedienta, sin agua.”

XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


SEPAN DISCERNIR LO QUE ES LA VOLUNTAD DE DIOS.

La liturgia de hoy centra la atención sobre las consecuencias dolorosas del ministerio profético y del seguimiento de Jesús. Tanto Jeremías como Mateo llaman la atención sobre el conflicto que tienen que afrontar tanto el profeta como Jesús.

La experiencia del exilio marcó la vida del pueblo de Israel. Fue un momento muy doloroso que le exigió replantear su fe en el Dios de la Alianza. En este marco histórico se ubica el Profeta Jeremías.

Este pasaje pone de relieve el clamor del profeta porque Dios le ha seducido y le ha forzado, ha sido objeto de burla de todos y la palabra ha sido motivo de dolor y desprecio. Por eso el profeta ha querido desentenderse de la misión pero la Palabra ha sido más fuerte y, prácticamente, lo ha vencido.

La mayoría de los profetas bíblicos han sufrido experiencias similares a las de Jeremías. Son rechazados por sus propios hermanos y por las autoridades correspondientes. Muchos de ellos tuvieron que sufrir la muerte o el destierro. Pero pudo más la fidelidad a Dios y a su Pueblo que su propia seguridad y bienestar. La Palabra de Dios actúa en el profeta como un fuego abrasador que no lo deja tranquilo y lo mantiene siempre alerta en el cumplimiento de su misión.

La segunda lectura de la carta de Pablo a los cristianos de Roma utiliza un lenguaje imperativo. Les habla no sólo como hermano en la fe sino con la autoridad del Apóstol. Les invita a hacer de su cuerpo una ofrenda permanente a Dios. El verdadero culto no es el que se reduce a ritos externos sino el que procede de una vida recta y diáfana. El cuerpo, vehículo de la vida interior, debe ser un canto de alabanza y gratitud a Dios. En esto consiste la conversión para Pablo: en una vida totalmente transformada por el Espíritu de Dios, en el cambio de mentalidad, de valores, de horizonte. Sólo así se podrán tener los criterios de discernimiento para buscar, encontrar y realizar la voluntad de Dios.

En el evangelio nos encontramos con un bello relato «sobre el discipulado como seguimiento de Jesús hasta la cruz». Jesús pone de manifiesto a sus discípulos que el camino de la resurrección está estrechamente vinculado a la experiencia dolorosa de la cruz. El núcleo principal es el primer anuncio de la pasión. Pero aun los discípulos, simbolizados en la persona de Pedro, no han comprendido esta realidad. Ellos están convencidos del mesianismo glorioso de Jesús que se enmarca dentro de las expectativas mesiánicas del momento. Jesús rechaza enfáticamente esta propuesta, pues la voluntad del Padre no coincide con la expectativa de Pedro y los discípulos. Por eso Pedro aparece como instrumento de Satanás delante de Jesús para obstaculizar su misión.

El maestro invita al discípulo a continuar su camino detrás de él porque aún no ha alcanzado la madurez del discípulo. Luego Jesús se dirige a todos los discípulos para señalarles que el camino del seguimiento por parte del discípulo también comporta la cruz. No hay verdadero discipulado si no se asume el mismo camino del Maestro. El anuncio del evangelio trae consigo persecución y sufrimiento. Tomar la cruz significa participar en la muerte y resurrección de Jesús. La pérdida de la vida por la Causa de Jesús habilita al discípulo para alcanzarla en plenitud junto a Dios.

Curiosamente, Jóvenes peregrinos fueron golpeados y expulsados de la Puerta del Sol entre empujones e insultos.

Padres de familia tuvieron que escuchar cómo, en presencia de sus hijos, eran llamados “pederastas”, “asesinos” o “nazis” por los fanáticos laicistas. Siete peregrinos franceses, entre ellos varios menores y una persona discapacitada, han presentado una denuncia por agresiones.

El Gobierno español permitió que una minoría extremista y violenta intentase empañar la imagen de España en el mundo.

La Policía tenía órdenes de no intervenir, de permitir a los fanáticos laicistas campar a sus anchas y adueñarse del espacio público.

Esos días hemos visto las dos caras de la realidad española: una inmensa mayoría de ciudadanos que celebran su fe con ejemplaridad cívica y una minoría intransigente y violenta que amedrenta y agrede a quienes no piensan como ellos.

Muchos periódicos españoles inclusive llamo a los peregrinos los nuevos profetas del siglo XXI. Muchos peregrinos fueron atacados “por su fe” sin saber mucho de las políticas internas en el gobierno español.

Y sabemos que las consecuencias del profetismo, vinculado estrechamente a la misión evangelizadora, son la oposición, la persecución, el rechazo y el martirio. Muchos hombres y mujeres en distintas partes del mundo se han jugado la vida por la fe y la defensa de los valores evangélicos. Si se quiere seguir a Jesús en fidelidad tendremos que enfrentar muchas contradicciones, caminar a contravía de lo que propone el orden establecido, la cultura imperante y la globalización del mercado -que no es otra cosa que la globalización de la exclusión-.

Quisiéramos vivir un cristianismo cómodo, sin sobresaltos, sin conflictos. Pero Jesús es claro es su invitación: hay que tomar la cruz, hay que arriesgar la vida, hay que perder los privilegios y seguridades que nos ofrece la sociedad si queremos ser fieles al evangelio. ¿Cómo vivimos en la familia y en la comunidad cristiana la dimensión profética de nuestro bautismo? ¿Estamos dispuestos/as a correr los riesgos que implica el seguimiento de Jesús? ¿Conocemos personas que han vivido la experiencia del martirio por el evangelio? ¿Ya no es tiempo para mártires, o lo es para mártires de otra manera?

domingo, 14 de agosto de 2011

Guarden el derecho, practiquen la justicia y obren en misericordia


DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO

Guarden el derecho, practiquen la justicia y obren en misericordia

A la vuelta del exilio, los discípulos de Isaías recobran las enseñanzas del profeta del siglo VII y proponen al nuevo Israel, en proceso de formación, que se abra a los valores de la universalidad y el ecumenismo. La apertura, sin embargo, no se basa en un compromiso diplomático ni en una ilusión quimérica sino en la causa universal de la Justicia. La tercera parte del libro de Isaías no propone que todas las religiones de su época se reúnan bajo la única bandera del pontificado de Jerusalén, sino que el pueblo que está naciendo después de cincuenta años de exilio sea el aglutinador de las aspiraciones más legítimas de la humanidad.

Los discípulos de Isaías son conscientes del peligro que subyace al nacionalismo exacerbado. La unidad étnica, cultural e ideológica de un pueblo no le da derecho a despreciar a los demás, bajo el pretexto de una falsa superioridad. Cada pueblo puede sólo ser superior a sí mismo en cada momento de la historia. Y esta superioridad consiste en transformar todas las decadentes tendencias centralistas, alienadoras y clasistas, en una consciencia de sus propias potencialidades de apertura universalista y de esfuerzo de comunión.

El nuevo Templo, como símbolo de la esperanza y la resurrección de un pueblo, debía convertirse en una institución que animara los procesos de integración universal. El Templo, como casa de Dios, debía estar abierto a los creyentes en el Dios de la Justicia y el Amor, cuya religión se inspira en el respeto por los más débiles y en la defensa de los excluidos.

Sin embargo, esta propuesta no tuvo casi ninguna resonancia y se convirtió en un sueño, en una esperanza para el futuro, en una utopía que impaciente aguarda a su realizador. Cuando Jesús expulsa a los mercaderes del Templo proclama a voz en cuello «mi casa será casa de oración», la propuesta del libro de Isaías. El Templo, aun desde mucho antes de que apareciera Jesús, se había convertido en el fortín de los terratenientes y en el depósito de los fondos económicos de toda la nación. Había pasado de ser patrimonio de un pueblo a ser una cueva donde los explotadores ponían a salvo sus riquezas mal habidas. El enfrentamiento con los mercaderes tenía por objetivo no sólo reivindicar la sacralidad del espacio, sino, sobretodo, la necesidad de devolverle al Templo su función como baluarte de la justicia y de la apertura económica. Los guardias del templo cerraban el paso a los creyentes de otras nacionalidades, pero abrían las puertas a los traficantes que venían a hacer negocios sucios.

En ese proceso de ruptura con la decadencia del Templo y con la élite que lo manipulaba se enmarca el episodio de la mujer cananea. Jesús se había retirado hacia una región extranjera, no muy lejos de Galilea. Las fuertes presiones del poder central imponían fuertes limitaciones a su actividad misionera. Su obra a favor de los pobres, enfermos y marginados encontraba una gran resistencia, incluso entre el pueblo más sencillo y entre sus propios seguidores. El encuentro con la mujer cananea, doblemente marginada por su condición de mujer y de extranjera, transforma todos los paradigmas con los que Jesús interpretaba su propia misión. La mujer extranjera rompe todos los esquemas de cortesía y buen gusto que en las sociedades antiguas tenían un carácter no sólo indicativo sino obligatorio. Existían reglas estrictas para controlar el trato entre una mujer y un varón que no fuera de la propia familia. Los gritos desesperados de la mujer y sus exigencias ponían los pelos de punta no solo a los discípulos sino al evangelista que nos narra este relato. Con todo, la escena nos conmueve porque muestra cómo la auténtica fe se salta todos los esquemas y persigue, con vehemencia, lo que se propone.

Los discípulos, desesperados más por la impaciencia que por la compasión, median ante Jesús para ponerle fin a los ruegos de la mujer. El evangelista, entonces, pone en labios de Jesús una respuesta típica de un predicador judío: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel», para explicar cuál debería ser la actitud de Jesús. Por fortuna, la mujer, haciendo a un lado los prejuicios raciales ajenos, corta el camino a Jesús y lo obliga a dialogar. Cuál no sería la sorpresa de Jesús al encontrar en esta mujer, sola y con una hija enferma, una fe que contrastaba con la incredulidad de sus paisanos. Como Elías al comienzo de su misión, Jesús comprende que aunque la misión comienza por casa, no puede excluir a aquellos auténticos creyentes en el Dios de la Solidaridad, la Justicia y el Derecho. Por esta razón, su palabra abandona la pedantería del discurso nacionalista y se acoge a la universal comunión de los seguidores del Dios de la Vida.

Pablo, en la misma línea, abandona los inútiles esfuerzos por abrir a Israel a la esperanza profética y acepta la propuesta de los creyentes de otras naciones que están dispuestas a formar las nuevas comunidades abiertas, ecuménicas y solidarias.

En nuestro tiempo continuamos sin romper con tantos mecanismos que marginan y alejan a tantos auténticos creyentes en el Dios de la Vida, únicamente porque son diferentes a nosotros por su nacionalidad, clase social, estado civil o preferencia afectiva. ¡Esperemos que alguna buena mujer nos dé la catequesis de la misericordia y la solidaridad!

Por lo que se refiere a la misión «misionera» de los cristianos, bien sabemos que la letra del texto del evangelio de hoy bien podría inducirnos a error, pues hoy día la misión no puede estar centrada en ninguna clase restrictiva de ovejas, ni las de Israel, ni las del cristianismo,ni mucho menos las «católicas». La misión ha roto todas las fronteras, y sólo reconoce como objetivo el reinado del Dios de la Vida y de la Justicia. La misión ya no es ni puede ser chauvinista, porque hoy no cabe entenderla sino como «Misión por el Reino», por la Utopía del Reinado del Dios de la Vida, que es siempre un Dios inabarcablemente plural en sus manifestaciones, en sus revelaciones, en sus caminos...

viernes, 5 de agosto de 2011

XIX Domingo del Tiempo Ordinario.


MÁNDAME IR A TI ANDANDO SOBRE EL AGUA.

Entre los primeros profetas de Israel surgen dos figuras que brillan con luz propia: Samuel y Elías. La tradición bíblica les concedió un lugar destacado no sólo por el momento crítico en el que actuaron, sino, sobre todo, por la radicalidad con la que asumieron la causa de Yavé. La teofanía del monte Horeb constituye el centro de lo que se ha llamado el “ciclo de Elías”, es decir, la colección de relatos que tienen como protagonista a este profeta (1R 17, 1-2R 2, 1-12).

En esa época había gran confusión y la fidelidad a Yavé y a sus leyes estaba en entredicho porque el rey había introducido cultos a dioses extranjeros (1R 16, 31-32). Los nuevos dioses legitimaban la violencia, la intolerancia y la expropiación como medios para garantizar el poder. Elías levanta su voz en contra de estos atropellos y ve en la sequía que azota al país las consecuencias del castigo divino. Elías, entonces, en medio de persecuciones y amenazas comienza una campaña de purificación de la religión israelita. Sin embargo, sus iniciativas producen el efecto contrario y se agudiza la opresión, la violencia y la persecución.

Cansado y desanimado Elías se dirige al Horeb donde descubre que Dios no se manifiesta en los elementos telúricos -en la tormenta imponente o en el fuego abrazador-, sino en la brisa fresca y suave que le acaricia el rostro y lo invita a tomar otro camino para hacer realidad la voluntad del Señor.

Después de la masacre del monte Carmelo (1R 18, 20-40), Elías, sin abandonar la denuncia de las injusticias (1R 21, 1-29) y aberraciones (2R 1, 1-18), opta por animar a un grupo de discípulos para que continúen su misión (2R 2, 1-12). Elías descubrió así que por la vía de la violencia no se consigue nada, ni siquiera aunque sea a favor de causas justas. La fuerza de la espada puede imponer el parecer de un grupo de personas, pero no puede garantizar la paz, el respeto y la justicia.

El evangelio nos muestra otra tentación en la que pueden caer los seguidores de Jesús cuando no están seguros de los fundamentos de su propia fe. La escena de la «tormenta calmada» nos evoca la imagen de una comunidad cristiana, representada por la barca, que se adentra en medio de la noche en un mar tormentoso. La barca no está en peligro de hundirse, pero los tripulantes, llevados más por el miedo que por la pericia, se abandonan a los sentimientos de pánico. Tal estado de ánimo los lleva a ver a Jesús que se acerca en medio de la tormenta, como un fantasma salido de la imaginación. Es tan grande el desconcierto que no atinan a reconocer en él al maestro que los ha orientado en el camino a Jerusalén. La voz de Jesús calma los temores, pero Pedro llevado por la temeridad se lanza a desafiar los elementos adversos. Pedro duda y se hunde, porque no cree que Jesús se pueda imponer a los «vientos contrarios», a las fuerzas adversas que se oponen a la misión de la comunidad.

Este episodio del evangelio nos muestra cómo la comunidad puede perder el horizonte cuando permite que sea el temor a los elementos adversos el que los motiva a tomar una decisión y no la fe en Jesús. La temeridad nos puede llevar a desafiar los elementos adversos, pero solamente la fe serena en el Señor nos da las fuerzas para no hundirnos en nuestros temores e inseguridades. Al igual que Elías, la comunidad descubre el auténtico rostro de Jesús en medio de la calma, cuando el impetuoso viento contrario cede y se aparece una brisa suave que empuja las velas hacia la otra orilla.

Nuestras comunidades están expuestas a la permanente acción de vientos contrarios que amenazan con destruirlas; sin embargo, el peligro mayor no está fuera, sino dentro de la comunidad. Las decisiones tomadas por miedo o pánico ante las fuerzas adversas nos pueden llevar a ver amenazadores fantasmas en los que deberíamos reconocer la presencia victoriosa del resucitado. Únicamente la serenidad de una fe puesta completamente en el Señor resucitado nos permite colocar nuestro pie desnudo sobre el mar impetuoso. El evangelio nos invita a enfrentar todas aquellas realidades que amenazan la barca animados por una fe segura y exigente que nos empuja como suave brisa hacia la orilla del Reino.

sábado, 30 de julio de 2011

LA IGLESIA FRENTE A LA CULTURA POSTMODERNA


La iglesia frente a la cultura posmoderna


Para estudiar la posmodernidad ante todo debemos entender que la Nueva Era es la respuesta religiosa a la caída del modernismo como movimiento filosófico. Con esto en mente, consideraremos sucintamente el desarrollo y posterior deterioro del modernismo en sus aspectos filosóficos y religiosos, para luego analizar de qué manera la Nueva Era se instala en nuestra sociedad presente.

Desde el modernismo a la posmodernidad

Desde siempre, calibrar dos conceptos antagónicos ha sido una tarea difícil. El debate modernidad-posmodernidad tiene que ver con lo científico, pero también alcanza, entre otros, a la política, la economía, la educación, la ética, y la religión. Posmodernidad es un término que se hizo famoso en los años 80, y a partir de allí nos fuimos acostumbrando al término que, sin embargo, no siempre resulta totalmente claro, pues el pasaje de una concepción filosófica a otra es un tiempo de profunda incertidumbre.


Uno de los filósofos más reconocidos en el tema es el francés Jean-Francois Lyotard quien, a través de su libro La condición posmoderna, sostiene que al mismo tiempo que se avanza a la llamada edad posindustrial, la cultura entra en la edad posmoderna. La posmodernidad sería, entonces, la cultura que correspondería a las sociedades posindustriales, sociedades que se habrían desarrollado en los países capitalistas avanzados a partir de los años 50 sobre la base de la reconstrucción de la posguerra.1


La posmodernidad debe analizarse en relación con la "modernidad", ya sea que se la considere como punto de partida, de continuidad o de superación. Por lo tanto, para poder entender la posmodernidad primero debemos comprender qué fue y cómo se desarrolló la modernidad.


Juntamente con el desarrollo del capitalismo, la modernidad se había gestado en Europa en las ciudades comerciales de la Baja Edad Media; así también se había originado el Renacimiento artístico de los siglos XV y XVI. Mientras tanto, en el área religiosa se desarrolla la Reforma Protestante. Ésta, al defender la libre interpretación de la Biblia, posibilita el desarrollo del individuo. La Reforma es seguida por una serie de cambios como la Contra-Reforma, las guerras de religión, y la ruptura política y religiosa de Europa Occidental, que llevan a una crisis de la concepción medieval del mundo centrada en Dios y a considerar al ser humano como una criatura trascendente cuyo auténtico destino es la salvación de su alma. La modernidad va a elaborar una concepción más bien antropocéntrica, menos religiosa y más profana, para la cual la auténtica vida es la terrenal y el cuerpo recupera su lugar al lado del alma.2 La época moderna fue profundamente configurada por la revolución científica y el consecuente desarrollo de las ciencias experimentales. En esta tremenda aventura, el hombre moderno fue cobrando conciencia de sus propias capacidades creadoras y manipuladoras de la naturaleza.


Todo este cambio lleva a cuestionar no tan sólo a la Iglesia, sino también a la Biblia misma. Es en este contexto que Descartes comienza a utilizar "la duda" como la herramienta hermenéutica para desarrollar su filosofía. Hasta ese momento el conocimiento tradicional había demostrado no ser muy firme; por lo tanto, es necesario "empezar de nuevo, desde los fundamentos". Para esta tarea es que necesita un método; el elemento esencial de ese método es, justamente, "la duda". Descartes duda de todo y en ese momento aparece como un escéptico, pero profundizando en la duda descubre que en tanto que duda y piensa, existe. Su famoso "Pienso, luego existo", se constituye en la primera verdad. A partir de Descartes el hombre se ubica en el centro del universo, y su preeminencia será el signo fundamental de casi toda la modernidad. Mientras que en el resto de Europa el racionalismo crece, Inglaterra transita los caminos del empirismo.


Tanto el racionalismo francés como el empirismo británico, juntamente con el desarrollo de las ciencias, nutren al iluminismo del siglo XVIII. Esta corriente de pensamiento empírica defiende una razón que se apoya en la experiencia.


En aquel contexto la educación comenzó a tener un papel predominante, llegándose a decir que los conocimientos llevarían a nuestros nietos, siendo más instruidos, a ser más virtuosos y felices. En el aspecto religioso, si bien los ilustrados no son ateos, está muy extendida una religión natural o deísmo, que luego en el posmodernismo encontrará cabida en una concepción animístico-oriental. Asimismo, las ideas éticas conforman una parte importante en el desarrollo de la modernidad.


Quebrada la unidad religiosa como consecuencia de la Reforma y las guerras de religión del siglo XVII, la religión pierde fuerza como elemento conglomerante en relación a lo moral y lo ético, cediendo terreno entre los ilustrados a una concepción que busca principios racionales en lugar de religiosos. Toda la filosofía gestada en los siglos XVII y XVIII presentó una alternativa a la cosmovisión cristiana, hasta aquel momento predominante, y se tradujo en instituciones y pautas concretas de conducta que orientaron la vida de los hombres en todo el mundo.


En la segunda mitad del siglo XIX el pensamiento de Federico Nietzsche guiará la crítica a la filosofía occidental, a la moral por su antinaturalidad y a la religión por coercitiva. La religión, decía Nietzsche, nace del miedo y conduce a la pérdida del sentido de la vida, la pérdida de los instintos, proponiendo una filosofía que atenta contra los instintos de la vida.


Su concepción de "Dios ha muerto" se convierte en el fruto de la modernidad. Para que el hombre siga viviendo, Dios debe morir. A través de la experiencia del antropocentrismo del Renacimiento, del racionalismo a partir de Descartes, del poder del pueblo con la ilustración y del auge de la ciencia con el positivismo, no hay lugar para Dios en la cultura moderna, que es una cultura secularizada. Hemos matado a Dios.


Como resultado de la muerte de Dios, el hombre moderno ha llegado al nihilismo, que significa falta de metas, falta de respuestas a los porqués que se habían respondido desde Dios. Nos hallamos perdidos. No hay posibilidad de obrar a partir de un fundamento sólido 3. Hay una falta total de absolutos y todo se transforma en relativo y, por lo tanto, incierto.


Como resultado del resquebrajamiento de los ideales forjados en el Iluminismo, la posmodernidad sería la época del desencanto, del fin de las utopías, de la ausencia de los grandes proyectos que descansaban en la idea del progreso. Dicho desencanto se produce porque se considera que los ideales de la modernidad no se cumplieron, menos aún si se entiende que dichos ideales eran universalistas, es decir, que debían valer para toda la humanidad. No hay cabida para las cosmovisiones totalizantes; estamos en la cosmovisión de bricolage.4


Lyotard peyorativamente denomina "grandes relatos" a los proyectos o utopías cuya finalidad era legitimar, dar unidad y fundamentar las instituciones y las prácticas sociales, políticas, religiosas, etcétera. Uno de esos grandes relatos, que él denominaría también "mito o leyenda", es el "mega-relato" de la cristiandad. Para él, esos "mega-relatos" han entrado en crisis y han sido invalidados en el curso de los últimos cincuenta años. La definición de Lyotard de los "grandes relatos" es inaceptable en cuanto a la historia bíblica pues ésta no es un mito o leyenda sino la mismísima historia salvífica del hombre, fundamentada en dos absolutos no negociables: Dios mismo y su Palabra dada a los hombres, inspirada por Dios, que ubica al hombre en su contexto histórico pasado, presente y futuro.


Takeshi Umehara, posiblemente el filósofo japonés contemporáneo más destacado, se pregunta: "¿Es tan difícil, hoy en día, ver que la modernidad, por haber perdido su relación con la naturaleza y el espíritu, no es otra cosa que una filosofía de muerte?"5. Este comentario de Umehara conecta claramente a la posmodernidad con la concepción oriental de la Nueva Era.


Una razón fundamental de la resurgencia de la religión es que la pobre percepción del Iluminismo en cuanto a la racionalidad ha probado ser un fundamento débil sobre el cual construir la propia vida. La estructura objetivista impuesta sobre la racionalidad ha tenido un efecto contraproducente en la búsqueda humana. Cuando la racionalidad falla como base firme, abre la puerta a todo tipo de religiones, cuanto más amorfas, mejor; y la falta de consistencia teológica permite la entrada al "vale-todo" y a la "sinrazón". La metáfora, el símbolo, los rituales, las señales y los mitos –por mucho tiempo ridiculizados por aquellos interesados únicamente en expresiones racionales y exactas– hoy están siendo rehabilitados.


La posmodernidad no sería un proyecto o un ideal más sino, por el contrario, lo que queda del derrumbe de las ideologías a partir del fracaso del modernismo.


El concepto cartesiano que había puesto al individuo en la cúspide de sus posibilidades abre las puertas del individualismo hasta el nivel del egoísmo. Sin embargo, el individualismo sin sentido de trascendencia de ningún tipo lleva al fracaso de la filosofía cartesiana y abre sus puertas a un concepto mutualista, interpersonal, oriental, que conlleva un claro sabor a Nueva Era. Como consecuencia de la pérdida de los grandes ideales del Iluminismo, el hombre posmoderno ha perdido, entre otras cosas, la conciencia del esfuerzo como medio de lograr metas. Hoy se nos propone la cultura de lo instantáneo: café instantáneo, silueta instantánea, aprendizaje instantáneo, y hasta espiritualidad instantánea. La gente quiere todo aquí y ahora, sin pensar en metas futuras producto de la dedicación, el esfuerzo y la constancia.


En la sociedad posmoderna todo es relativo y no hay lugar ni tiempo para lo que requiere voluntad y compromiso. Es la era de los feelings: "nada es verdad ni mentira", todo se diluye. Es, según el sociólogo Juan González Anleo, la religión light: un tipo de religiosidad caracterizada por su ausencia de dramatismo, su incoherencia doctrinal, su talante asistemático (las creencias no se traducen necesariamente en normas para el comportamiento personal y sus ritos no exigen un soporte institucional), su declaración de independencia en el terreno de los compromisos personales, éticos, etcétera. Es ésta, pues, una práctica lejana de una religión "que impone exigencias y normas de pertenencia y que reclama un compromiso afectivo y efectivo con la Iglesia".6


La crisis del individuo en los tiempos modernos también es aprovechada para revitalizar concepciones orientalistas, de tipo holístico y naturalistas. Según ellas, la armonía del hombre con la naturaleza se lograría a través de una suerte de disolución del individuo en el cosmos, quien ya no habría de proponerse dominar la naturaleza sino, más bien, insertarse en ella como un ente más para vivir en paz con los otros hombres, las otras especies vivas y el equilibrio con todo el medio ambiente. Muchos planteos ecologistas se inscriben en esta línea de pensamiento y constituyen un lugar común en el pensamiento de vastos sectores.7


Los seres humanos no podemos vivir sin significado, propósito ni esperanza; pero cada vez es menos aceptada la idea posmilenial en cuanto a que un día el mundo será mejor y todas las cosas empezarán a funcionar, caminando juntos y felices hacia el Reino de Dios que, casi imperceptiblemente, entrará a nuestra realidad. Desgraciadamente, esa idealización de un planeta con igualdad de condiciones no se está cumpliendo. La diferencia entre Norte y Sur es cada vez más notoria, y la brecha entre los países desarrollados con los emergentes se profundiza más y más sin vislumbrarse ninguna salida coherente.


Si la fe en Dios fracasa, su lugar es tomado por otros dioses: los poderes de la naturaleza, la razón, la ciencia, la historia, la evolución, la democracia, la libertad individual y la tecnología. O por otras manifestaciones de la religión secular, como la ideología.


La era moderna había propuesto primero la religión y luego la ciencia como ejes para conseguir las metas buscadas. El siglo XX cuestiona ambas y ya no parecemos poder alcanzar ningún tipo de metas.


"Los principios del modernismo ya están agotados y, en consecuencia, aquellas sociedades que se encuentren erigidas sobre las bases del modernismo están destinadas al colapso"8. Para Umehara la alternativa es un posmodernismo, que no es otra cosa que la antigua concepción oriental de la Nueva Era, evidenciada a través de una propuesta doble: el mutualismo y el carácter cíclico o, dicho de otra manera, la armonía interpersonal y la doctrina animístico-oriental de la reencarnación.


Es claro que frente al desorden establecido se está produciendo un reencantamiento del mundo, por vía de una trivialización de lo religioso que lo sitúa en horóscopos, ufologismos o búsqueda de experiencias místicas por los caminos de oriente.


Los nuevos movimientos sociales juveniles (pacifismo, ecologismo, etc.) presentan aspectos filosófico-religiosos: algunos tienen referencias explícitas a las confesiones tradicionales; en otros laten viejas resonancias de izquierda; todos están recorridos por un utopismo para-religioso de armonía y solidaridad mundial con los hombres y la naturaleza. En algunos aparece una nueva sensibilidad que reivindica planteamientos éticos con pretensiones de universalidad, que implican una visión del mundo, de la sociedad y del hombre que rompen con el presentismo dominante y la cerrazón ante las preguntas metafísicas.9


En el mundo moderno todo fue desacralizado en nombre de la ciencia. En el mundo posmoderno todo fue sacralizado nuevamente, resultando en una sacralización que no es tal. Cuando todo es sagrado, nada lo es. La religión posmoderna muestra, como el tango de Discépolo, a la Biblia junto al calefón.


Todo esto no nos debe llevar al pesimismo y a la desesperación. Alrededor de nosotros hay mucha gente en busca de un nuevo significado de la vida. Este es el momento cuando la iglesia cristiana nuevamente puede presentar una visión correcta del Reino de Dios. No podemos aceptar la visión de que la única tarea de la iglesia es proveer un lugar para los individuos en algún sector privado donde puedan gozar de una seguridad religiosa interior, pero que no les requiere desafiar las ideologías que regulan la vida pública de las naciones. El privilegio de la vida cristiana no puede ser entendido aparte de sus responsabilidades 10. Debemos, sin ninguna duda, invadir la cultura posmoderna supersacralizada, animista, sincretista, y permearla con la verdad bíblica. Debemos enfrentar nuestra cultura con un evangelio que cambie vidas a través de nuestra prédica y de nuestras propias vidas plenas del evangelio liberador de nuestro Señor Jesucristo.


Nunca olvidemos que sin importar lo que el Posmodernismo y la Nueva Era traten de comunicar, aquel vacío interior en el corazón del hombre que mencionara San Agustín permanecerá así hasta tanto el hombre halle la plenitud de Dios en Jesucristo.



Juan Terranova, hijo, es argentino, tiene un Masters en Misionología y trabaja con Sociedades Bíblicas en Argentina.