domingo, 29 de abril de 2012
Cuarto Domingo de Pascua
domingo, 15 de abril de 2012
Segundo Domingo de Pascua
DICHOSOS LOS QUE CREEN SIN HABER VISTO.
Tras la muerte de Jesús, la comunidad se siente con miedo, insegura e indefensa ante las represalias que pueda tomar contra ella la institución judía. Se encuentra en una situación de temor paralela a la del antiguo Israel en Egipto cuando los israelitas eran perseguidos por las tropas del faraón (Éx 14,10); y, como lo estuvo aquel pueblo, los discípulos están también en la noche (ya anochecido) en que el Señor va a sacarlos de la opresión (Éx 12,42; Dt 16,1). El mensaje de María Magdalena, sin embargo, no los ha liberado del temor. No basta tener noticia del sepulcro vacío; sólo la presencia de Jesús puede darles seguridad en medio de un mundo hostil.
Pero todo cambia desde el momento en que Jesús –que es el centro de la comunidad- aparece en medio, como punto de referencia, fuente de vida y factor de unidad.
Su saludo les devuelve la paz que habían perdido. Sus manos y su costado, pruebas de su pasión y muerte, son ahora los signos de su amor y de su victoria: el que está vivo delante de ellos es el mismo que murió en la cruz. Si tenían miedo a la muerte que podrían infligirles "los judíos", ahora ven que nadie puede quitarles la vida que él comunica.
El efecto del encuentro con Jesús es la alegría, como él mismo había anunciado (16,20: vuestra tristeza se convertirá en alegría). Ya ha comenzado la fiesta de la Pascua, la nueva creación, el nuevo ser humano capaz de dar la vida para dar vida
Con su presencia Jesús les comunica su Espíritu que les da la fuerza para enfrentarse con el mundo y liberar a hombres y mujeres del pecado, de la injusticia, del desamor y de la muerte. Para esto los envía al mundo, a un mundo que los odia como lo odió a él (15,18). La misión de la comunidad no será otra sino la de perdonar los pecados para dar vida, o lo que es igual, poner fin a todo lo que oprime, reprime o suprime la vida, que es el efecto que produce el pecado en la sociedad.
Pero no todos creen. Hay uno, Tomás, el mismo que se mostró pronto a acompañar a Jesús en la muerte (Jn 11,16), que ahora se resiste a creer el testimonio de los discípulos y no le basta con ver a la comunidad transformada por el Espíritu. No admite que el que ellos han visto sea el mismo que él había conocido; no cree en la permanencia de la vida. Exige una prueba individual y extraordinaria. Las frases redundantes de Tomás, con su repetición de palabras (sus manos, meter mi dedo, meter mi mano), subrayan estilísticamente su testarudez. No busca a Jesús fuente de vida, sino una reliquia del pasado.
Necesitará para creer unas palabras de Jesús: «Trae aquí tu dedo, mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel». Tomás, que no llega a tocar a Jesús, pronuncia la más sublime confesión evangélica de fe llamando a Jesús “Señor mío y Dios mío”. Con esta doble expresión alude al maestro a quien llamaban Señor, siempre dispuesto a lavar los pies a sus discípulos y al proyecto de Dios, realizado ahora en Jesús, de hacer llegar al ser humano a la cumbre de la divinidad realizado ahora en Jesús (Dios mío)..
Pero su actitud incrédula le merece un reproche de parte de Jesús, que pronuncia una última bienaventuranza para todos los que ya no podrán ni verlo ni tocarlo y tendrán, por ello, que descubrirlo en la comunidad y notar en ella su presencia siempre viva. De ahora en adelante la realidad de Jesús vivo no se percibe con elucubraciones ni buscando experiencias individuales y aisladas, sino que se manifiesta en la vida y conducta de una comunidad que es expresión de amor, de vida y de alegría. Una comunidad, cuya utopía de vida refleja el libro de los Hechos (4,32-35): comunidad de pensamientos y sentimientos comunes, de puesta en común de los bienes y de reparto igualitario de los mismos como expresión de su fe en Jesús resucitado, una comunidad de amor como defiende la primera carta de Juan (1 Jn 5,1-5).
domingo, 1 de abril de 2012
Domingo de Ramos
SUBIR PARA BAJAR
En este primer día de la Semana Santa recordamos el momento de la entrada de Jesús en Jerusalén. Jesús sube allí para celebrar la Pascua, como era costumbre todos los años. Todas las familias iban en peregrinación y se reunían en ese mismo lugar porque era donde estaba el Templo. Muchos peregrinos se encontrarán con familiares y amigos que les esperan después de un año. Van juntos a celebrar la Pascua. Se reunirán por familias en las casas. Repetirán palabras y gestos ancestrales que guardan todavía todo su significado y que permanecen en la memoria de los más ancianos. Unas palabras y gestos que serán transmitidos a los más pequeños de cada hogar, renovando ese pacto, esa alianza que Dios quiere hacer con toda la humanidad.
Subir a Jerusalén era motivo de alegría, se subía como en una romería, cantando, saludando a los amigos que se iban encontrando en el camino. Se subía para vivir un momento gozoso, para recordar el gran gesto de Dios que liberó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, de la mano de Moisés. Se subía para celebrar la Pascua.
Jesús ha subido muchas veces. El evangelio nos relata al menos tres, pero seguro que todos los años Jesús se hacía presente en esta cita y no faltaba. Pero esta vez va a ser diferente, porque sabe que no va a ser bien recibido, porque intuye que el desenlace de su vida está cerca. Cerca ya de Jerusalén, manda a sus discípulos a una aldea cercana para que le traigan un borrico “que nadie ha montado todavía”. Los discípulos se lo llevan, lo cubren con sus capas y Jesús monta, dispuesto a entrar con él en Jerusalén. Los discípulos y la gente que seguía a Jesús extienden sus capas por el camino y también ramos, y van gritando: “Viva, bendito el que viene en nombre del Señor”.
Esta subida de Jesús a Jerusalén va a terminar en “bajada”. Es un subir para bajar que explica muy bien San Pablo con este himno litúrgico antiguo que hemos escuchado en la segunda lectura. Jesús ha subido a Jerusalén, ha entrado entre vivas y alabanzas. Pero ahora va a empezar su bajada, su descendimiento, su hacerse nada, su dejarse hacer por el Padre. “Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”. A este gesto de obediencia de Jesús, de dejarse hacer, de cumplir la voluntad de su Padre Dios, en quien confía por encima de todas las cosas, Dios responde con la exaltación en el cielo. “Por eso Dios lo levantó sobre todo”, para que “toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre”.
A Jesús le van a subir a la cruz, pero es un gesto de descenso y de acercamiento al ser humano, a nuestra humanidad, a nuestras pobrezas y pecados, para que cuando sea exaltado por el Padre, todos lo seamos también con Él. La entrada de Jesús a Jerusalén es el principio del fin. Pero en ese final estamos todos implicados: estamos llamados a morir con Él para también con Él resucitar.
Hoy entramos todos en Jerusalén. Hoy entramos en la Semana Santa. Una vez en Jerusalén, tiene lugar la celebración de la Pascua. En la noche del Jueves Santo, Jesús cena con sus discípulos y hace una Pascua nueva, la Pascua de la Vida, la Eucaristía: “Haced esto en memoria mía”. El Viernes Santo, Jesús yace colgado de una cruz, signo de maldición convertido en signo de salvación. El relato de su pasión que hemos escuchado, y que volveremos a escuchar el Viernes Santo, es estremecedor. Cristo, solidario con la humanidad que sufre, que lo pasa mal, con toda persona humana sedienta de salvación, de sentido y felicidad plena, se anonada, se abaja, se humilla, hasta someterse a la muerte, “y una muerte de cruz”. Y por fin el Sábado, la gran Vigilia, la noche de la resurrección y de la vida; y el Domingo, la Pascua, el día del gozo y la alegría. Jesús ha resucitado. Nuestra vida tiene un sentido nuevo, profundo, auténtico.
Vamos a mirar con mucha fe y con mucho amor a este Jesús que sube a Jerusalén, para abajarse y morir por nosotros. Pidamos a Dios que esta semana nos llene el corazón de ese mismo amor con el que Jesús se entregó por nosotros, para que podamos manifestarlo a los que tenemos cerca todos los días del año.