RECIBAN EL ESPÍRITU
SANTO
Cualquier gran ciudad de nuestro mundo rememora ya el
ambiente de la torre de Babel: pluralidad de lenguas, pluralidad de culturas,
pluralidad de ideas, pluralidad de estilos de vida y problemas inmensos de
intolerancia e incomprensión entre los que la habitan. ¿Cómo convivir y
entenderse quienes tienen tantas diferencias? La situación está volviéndose
especialmente problemática en los países desarrollados, pero también en las
grandes ciudades de todo el mundo. Inmigrantes del campo, del interior, de
otras provincias o países que lo dejan todo para buscar un trabajo, un hogar,
un lugar donde recibir sustento y calidad de vida. A la desesperada son cada
día más los que abandonan su país para tocar a la puerta de los países desarrollados,
aunque para ello haya que surcar mares tenebrosos en barcas desamparadas.
Llegar a la otra orilla es la ilusión... Y cuando llegan, si es que los dejan
entrar, comienza un verdadero calvario hasta poder situarse al nivel de los que
allí viven. Nuestro mundo se ha convertido ya en paradigma de la torre de
Babel, palabra que significaba «puerta de los dioses». Así se denominaba la
ciudad, símbolo de la humanidad, precursora de la cultura urbana. Una ciudad en
torno a una torre, una lengua y un proyecto: escalar el cielo, invadir el área
de lo divino. El ser humano quiso ser como Dios (ya antes lo había intentado en
el paraíso a nivel de pareja, ahora a nivel político) y se unió (-se uniformó-)
para lograrlo.
Pero el proyecto se frustró: aquél Dios, celoso desde los
comienzos del progreso humano, confundió (en hebreo, "balal") las
lenguas y acabó para siempre con la Puerta de los dioses ("Babel").
Tal vez nunca existió aquel mundo uniformado; quizá fue sólo una tentadora
aspiración de poder humano. Después del castigo divino, las diferentes lenguas
fueron el mayor obstáculo para la convivencia, principio de dispersión y de
ruptura humana. El autor de la narración babélica no pensó en la riqueza de la
pluralidad e interpretó el gesto divino como castigo. Pero hizo constar, ya
desde el principio, que Dios estaba por el pluralismo, diferenciando a los
habitantes del globo por la lengua y dispersándolos.
Diez siglos después de escribirse esta narración del libro
del Génesis, leemos otra en el de los Hechos de los Apóstoles. Tuvo lugar el
día de Pentecostés, fiesta de la siega en la que los judíos recordaban el pacto
de Dios con el pueblo en el monte Sinaí, «cincuenta días» (=«Pentecostés»)
después de la salida de Egipto.
Estaban reunidos los discípulos, también cincuenta días
después de la Resurrección (el éxodo de Jesús al Padre) e iban a recoger el
fruto de la siembra del Maestro: la venida del Espíritu que se describe
acompañada de sucesos, expresados como si se tratara de fenómenos sensibles:
ruido como de viento huracanado, lenguas como de fuego que consume o acrisola,
Espíritu (=«ruah»: aire, aliento vital, respiración) Santo (=«hagios»: no
terreno, separado, divino). Es el modo que elige Lucas para expresar lo
inenarrable, la irrupción de un Espíritu que les libraría del miedo y del temor
y que les haría hablar con libertad para promulgar la buena noticia de la
muerte y resurrección de Jesús.
Por esto, recibido el Espíritu, comienzan todos a hablar
lenguas diferentes. Algunos han querido indicar con esta expresión que se trata
de "ruidos extraños"; tal vez fuera así originariamente, al estilo de
las reuniones de carismáticos. Pero Lucas dice "lenguas diferentes".
Así como suena. Poco importa por lo demás averiguar en qué consistió aquel
fenómeno para cuya explicación no contamos con más datos. Lo que sí importa es
saber que el movimiento de Jesús nace abierto a todo el mundo y a todos, que
Dios ya no quiere la uniformidad, sino la pluralidad; que no quiere la
confrontación sino el diálogo; que ha comenzado una nueva era en la que hay que
proclamar que todos pueden ser hermanos, no sólo a pesar de, sino gracias a las
diferencias; que ya es posible entenderse superando todo tipo de barreras que
impiden la comunicación.
Porque este Espíritu de Dios no es Espíritu de monotonía o
de uniformidad: es políglota, polifónico. Espíritu de concertación (del latín
"concertare": debatir, discutir, componer, pactar, acordar). Espíritu
que pone de acuerdo a gente que tiene puntos de vista distintos o modos de ser
diferentes. El día de Pentecostés, a más lenguas, no vino, como en Babel, más
confusión. "Cada uno los oía hablar en su propio idioma de las maravillas
de Dios". Dios hacía posible el milagro de entenderse.. Se estrenó así la
nueva Babel, la pretendida de Dios, lejos de uniformidades malsanas, un mundo
plural, pero acorde. Ojalá que la reinventemos y no sigamos levantando muros ni
barreras entre ricos y pobres, entre países desarrollados y en vías de
desarrollo o ni siquiera eso.
Y la venida del Espíritu significó para aquel puñado de
discípulos el fin del miedo y del temor. Las puertas de la comunidad se
abrieron. Nació una comunidad humana, libre como viento, como fuego ardiente.
No sin razón dice Pablo: "Donde hay Espíritu de Dios hay libertad", y
donde hay libertad, autonomía (el ser humano -y su bien- se hacen ley), y donde
hay autonomía, se fomenta la pluralidad y la individualidad, como camino de
unidad, y resplandece la verdad, porque el Espíritu es veraz y nos guiará por
el camino de la verdad, de la autenticidad, de la vida, como dice Juan en su
evangelio. Que venga un nuevo Pentecostés sobre nuestro mundo –es nuestra
oración- para acabar con esta ola de intolerancia e intransigencia que nos
invade por doquier.
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