EL AMOR MAS GRANDE
La primera lectura de este domingo, el famoso episodio de la
visita de Pedro a Cornelio, en el capítulo 10 de los Hechos de los Apóstoles,
refleja simbólicamene un momento importante del crecimiento del «movimiento de
Jesús»: su transformación en una comunidad abierta, transformación que le
llevará más allá del judaísmo en el que nació. Dejará de identificarse con una
religión étnica, una religión casada con una etnia y su cultura, religión
étnica que se tenía por la elegida, y que miraba a todas las demás por encima
del hombro considerándolas «los gentiles», dejados de la mano de Dios. Es un
tema muy importante, y relativamente nuevo, en todo caso, desatentido por la
teología tradicional. Para una homilía puede merecer la pena, más que insistir
en el tema eterno del amor...
El pasaje se presta además para toda una lección de
teología. Es bueno recomendar a los oyentes que no se queden con la referencia
entrecortada que habrán escuchado en la lectura (una selección de unos cuantos
versículos salteados), sino que la lean en casa despacio (sin más: “el capítulo
10” de los Hechos, y que saquen sus conclusiones. También se puede recomendar a
los grupos e estudio de la comunidad parroquial que lo tomen para su estudio.
Pedro ni sus compañeros de comunidad, todavía no se llamaban
«cristianos»... eran simplemente judíos conmovidos por la experiencia de Jesús.
Y observaban todas las leyes del judaísmo. Una de ellas era la de no mezclarse
con «los gentiles». Y eran leyes sagradas, que eran normalmente observadas por
todos, y cuyo incumplimiento implicaba incurrir en «impureza» y obligaba a molestas
prácticas de purificación.
Pero Pedro da varios saltos hacia adelante. En primer lugar
deja de considerar profano o impuro a ninguna persona, a pesar de que se lo
mandaba la ley; es como el levantamiento de una condenación de impureza que
pesaba sobre las “otras” religiones desde el punto de vista del judaísmo. Y en
segundo lugar «cae en la cuenta» de que Dios no puede tener acepción de
personas, ni de religiones, sino que no hace diferencia entre las personas
según su etnia o su cultura-religión: acepta a quien practica la justicia, sea
de la nación que sea. Es un salto tremendo el que dio Pedro.
Respecto al primer punto, de la valoración negativa de las
demás religiones, en la historia subsiguiente se retrocedería: se llegaría a
pensar que las otras religiones serían... no sólo inútiles, sino falsas, o
incluso negativas, hasta diabólicas. Por poner sólo un ejemplo: el primer
catecismo que se escribió en América Latina, nada menos que por el profético
Pedro de Córdoba, superior de la comunidad dominica de Antonio Montesinos,
declara en su primera página: «Sabed y tened por cierto que ninguno de los
dioses que adoráis es Dios ni dador de vida; todos son diablos infernales».
Respecto al segundo punto, la «no acepción de personas por
parte de Dios en lo que se refiere a razas, culturas y religiones», o lo que es
lo mismo, la igualdad básica ante Dios de todos los seres humanos –incluyendo
todas sus culturas y religiones-, hoy mismo continuamos en retroceso con
relación a Pedro: la posición oficial de la Iglesia católica dice que las
«otras» religiones «están en situación salvífica gravemente deficitaria»
(Dominus Iesus 22).
Paradójicamente, la posición de Pedro en los Hechos de los
Apóstoles resulta más afín a la mentalidad de hoy que nuestra teología oficial
actual. Es por ello por lo que, en este domingo, confrontarse con la Palabra de
Dios puede traducirse en una aplicación concreta a nuestras maneras de pensar
respecto a las otras religiones. En el guión subsiguiente proporcionamos
algunas cuestiones para un tratamiento pedagógico del tema.
El evangelio de hoy, de Juan, es el del mandamiento nuevo,
el mandamiento del amor. Pocas palabras deben saturamos tanto en el lenguaje
cotidiano como ésta: «amor». La escuchamos en la canción de moda, en la
conductora superficial de un programa de televisión (tan superficial como su
animadora), en el lenguaje político, en referencia al sexo, en la telenovela
(más superficial aún que la animadora, si eso es posible)... Se usa en todos
los ámbitos, y en cada uno de ellos significa algo diferente. ¡Pero, sin embargo,
la palabra es la misma!
El amor en sentido cristiano no es sinónimo de un amor
«rosado», sensual, placentero, dulzón y sensiblero del lenguaje cotidiano o
posmoderno. El amor de Jesús no es el que busca su placer, su «sentir», o su
felicidad sino el que busca la vida, la felicidad de aquellos a quienes amamos.
Nada es más liberador que el amor; nada hace crecer tanto a los demás como el
amor, nada es más fuerte que el amor. Y ese amor lo aprendemos del mismo Jesús
que con su ejemplo nos enseña que «la medida del amor es amar sin medida».
Aquí el amor es fruto de una unión, de «permanecer» unidos a
aquel que es el amor verdadero. Y ese amor supone la exigencia -«mandamiento»-
que nace del mismo amor, y por tanto es libre, de amar hasta el extremo, de ser
capaces de dar la vida para engendrar más vida. El amor así entendido es
siempre el «amor mayor», como el que condujo a Jesús a aceptar la muerte a que
lo condenaban los violentos. A ese amor somos invitados, a amar «como» él
movidos por una estrecha relación con el Padre y con el Hijo. Ese amor no
tendrá la liviandad de la brisa, sino que permanecerá, como permanece la rama
unida a la planta para dar fruto. Cuando el amor permanece, y se hace presente
mutuamente entre los discípulos, es signo evidente de la estrecha unión de los
seguidores de Jesús con su Señor, como es signo, también, de la relación entre
el Señor y su Padre. Esto genera una unión plena entre todos los que son parte
de esta «familia», y que llena de gozo a todos sus miembros donde unos y otros
se pertenecen mutuamente aunque siempre la iniciativa primera sea de Dios.
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