sábado, 26 de mayo de 2012

Solemnidad de Pentecostes


RECIBAN EL ESPÍRITU SANTO
Cualquier gran ciudad de nuestro mundo rememora ya el ambiente de la torre de Babel: pluralidad de lenguas, pluralidad de culturas, pluralidad de ideas, pluralidad de estilos de vida y problemas inmensos de intolerancia e incomprensión entre los que la habitan. ¿Cómo convivir y entenderse quienes tienen tantas diferencias? La situación está volviéndose especialmente problemática en los países desarrollados, pero también en las grandes ciudades de todo el mundo. Inmigrantes del campo, del interior, de otras provincias o países que lo dejan todo para buscar un trabajo, un hogar, un lugar donde recibir sustento y calidad de vida. A la desesperada son cada día más los que abandonan su país para tocar a la puerta de los países desarrollados, aunque para ello haya que surcar mares tenebrosos en barcas desamparadas. Llegar a la otra orilla es la ilusión... Y cuando llegan, si es que los dejan entrar, comienza un verdadero calvario hasta poder situarse al nivel de los que allí viven. Nuestro mundo se ha convertido ya en paradigma de la torre de Babel, palabra que significaba «puerta de los dioses». Así se denominaba la ciudad, símbolo de la humanidad, precursora de la cultura urbana. Una ciudad en torno a una torre, una lengua y un proyecto: escalar el cielo, invadir el área de lo divino. El ser humano quiso ser como Dios (ya antes lo había intentado en el paraíso a nivel de pareja, ahora a nivel político) y se unió (-se uniformó-) para lograrlo.
Pero el proyecto se frustró: aquél Dios, celoso desde los comienzos del progreso humano, confundió (en hebreo, "balal") las lenguas y acabó para siempre con la Puerta de los dioses ("Babel"). Tal vez nunca existió aquel mundo uniformado; quizá fue sólo una tentadora aspiración de poder humano. Después del castigo divino, las diferentes lenguas fueron el mayor obstáculo para la convivencia, principio de dispersión y de ruptura humana. El autor de la narración babélica no pensó en la riqueza de la pluralidad e interpretó el gesto divino como castigo. Pero hizo constar, ya desde el principio, que Dios estaba por el pluralismo, diferenciando a los habitantes del globo por la lengua y dispersándolos.
Diez siglos después de escribirse esta narración del libro del Génesis, leemos otra en el de los Hechos de los Apóstoles. Tuvo lugar el día de Pentecostés, fiesta de la siega en la que los judíos recordaban el pacto de Dios con el pueblo en el monte Sinaí, «cincuenta días» (=«Pentecostés») después de la salida de Egipto.
Estaban reunidos los discípulos, también cincuenta días después de la Resurrección (el éxodo de Jesús al Padre) e iban a recoger el fruto de la siembra del Maestro: la venida del Espíritu que se describe acompañada de sucesos, expresados como si se tratara de fenómenos sensibles: ruido como de viento huracanado, lenguas como de fuego que consume o acrisola, Espíritu (=«ruah»: aire, aliento vital, respiración) Santo (=«hagios»: no terreno, separado, divino). Es el modo que elige Lucas para expresar lo inenarrable, la irrupción de un Espíritu que les libraría del miedo y del temor y que les haría hablar con libertad para promulgar la buena noticia de la muerte y resurrección de Jesús.

Por esto, recibido el Espíritu, comienzan todos a hablar lenguas diferentes. Algunos han querido indicar con esta expresión que se trata de "ruidos extraños"; tal vez fuera así originariamente, al estilo de las reuniones de carismáticos. Pero Lucas dice "lenguas diferentes". Así como suena. Poco importa por lo demás averiguar en qué consistió aquel fenómeno para cuya explicación no contamos con más datos. Lo que sí importa es saber que el movimiento de Jesús nace abierto a todo el mundo y a todos, que Dios ya no quiere la uniformidad, sino la pluralidad; que no quiere la confrontación sino el diálogo; que ha comenzado una nueva era en la que hay que proclamar que todos pueden ser hermanos, no sólo a pesar de, sino gracias a las diferencias; que ya es posible entenderse superando todo tipo de barreras que impiden la comunicación.
Porque este Espíritu de Dios no es Espíritu de monotonía o de uniformidad: es políglota, polifónico. Espíritu de concertación (del latín "concertare": debatir, discutir, componer, pactar, acordar). Espíritu que pone de acuerdo a gente que tiene puntos de vista distintos o modos de ser diferentes. El día de Pentecostés, a más lenguas, no vino, como en Babel, más confusión. "Cada uno los oía hablar en su propio idioma de las maravillas de Dios". Dios hacía posible el milagro de entenderse.. Se estrenó así la nueva Babel, la pretendida de Dios, lejos de uniformidades malsanas, un mundo plural, pero acorde. Ojalá que la reinventemos y no sigamos levantando muros ni barreras entre ricos y pobres, entre países desarrollados y en vías de desarrollo o ni siquiera eso.
Y la venida del Espíritu significó para aquel puñado de discípulos el fin del miedo y del temor. Las puertas de la comunidad se abrieron. Nació una comunidad humana, libre como viento, como fuego ardiente. No sin razón dice Pablo: "Donde hay Espíritu de Dios hay libertad", y donde hay libertad, autonomía (el ser humano -y su bien- se hacen ley), y donde hay autonomía, se fomenta la pluralidad y la individualidad, como camino de unidad, y resplandece la verdad, porque el Espíritu es veraz y nos guiará por el camino de la verdad, de la autenticidad, de la vida, como dice Juan en su evangelio. Que venga un nuevo Pentecostés sobre nuestro mundo –es nuestra oración- para acabar con esta ola de intolerancia e intransigencia que nos invade por doquier.

domingo, 13 de mayo de 2012

Sexto Domingo de Pascua




EL AMOR MAS GRANDE
La primera lectura de este domingo, el famoso episodio de la visita de Pedro a Cornelio, en el capítulo 10 de los Hechos de los Apóstoles, refleja simbólicamene un momento importante del crecimiento del «movimiento de Jesús»: su transformación en una comunidad abierta, transformación que le llevará más allá del judaísmo en el que nació. Dejará de identificarse con una religión étnica, una religión casada con una etnia y su cultura, religión étnica que se tenía por la elegida, y que miraba a todas las demás por encima del hombro considerándolas «los gentiles», dejados de la mano de Dios. Es un tema muy importante, y relativamente nuevo, en todo caso, desatentido por la teología tradicional. Para una homilía puede merecer la pena, más que insistir en el tema eterno del amor...
El pasaje se presta además para toda una lección de teología. Es bueno recomendar a los oyentes que no se queden con la referencia entrecortada que habrán escuchado en la lectura (una selección de unos cuantos versículos salteados), sino que la lean en casa despacio (sin más: “el capítulo 10” de los Hechos, y que saquen sus conclusiones. También se puede recomendar a los grupos e estudio de la comunidad parroquial que lo tomen para su estudio.
Pedro ni sus compañeros de comunidad, todavía no se llamaban «cristianos»... eran simplemente judíos conmovidos por la experiencia de Jesús. Y observaban todas las leyes del judaísmo. Una de ellas era la de no mezclarse con «los gentiles». Y eran leyes sagradas, que eran normalmente observadas por todos, y cuyo incumplimiento implicaba incurrir en «impureza» y obligaba a molestas prácticas de purificación.
Pero Pedro da varios saltos hacia adelante. En primer lugar deja de considerar profano o impuro a ninguna persona, a pesar de que se lo mandaba la ley; es como el levantamiento de una condenación de impureza que pesaba sobre las “otras” religiones desde el punto de vista del judaísmo. Y en segundo lugar «cae en la cuenta» de que Dios no puede tener acepción de personas, ni de religiones, sino que no hace diferencia entre las personas según su etnia o su cultura-religión: acepta a quien practica la justicia, sea de la nación que sea. Es un salto tremendo el que dio Pedro.
Respecto al primer punto, de la valoración negativa de las demás religiones, en la historia subsiguiente se retrocedería: se llegaría a pensar que las otras religiones serían... no sólo inútiles, sino falsas, o incluso negativas, hasta diabólicas. Por poner sólo un ejemplo: el primer catecismo que se escribió en América Latina, nada menos que por el profético Pedro de Córdoba, superior de la comunidad dominica de Antonio Montesinos, declara en su primera página: «Sabed y tened por cierto que ninguno de los dioses que adoráis es Dios ni dador de vida; todos son diablos infernales».
Respecto al segundo punto, la «no acepción de personas por parte de Dios en lo que se refiere a razas, culturas y religiones», o lo que es lo mismo, la igualdad básica ante Dios de todos los seres humanos –incluyendo todas sus culturas y religiones-, hoy mismo continuamos en retroceso con relación a Pedro: la posición oficial de la Iglesia católica dice que las «otras» religiones «están en situación salvífica gravemente deficitaria» (Dominus Iesus 22).
Paradójicamente, la posición de Pedro en los Hechos de los Apóstoles resulta más afín a la mentalidad de hoy que nuestra teología oficial actual. Es por ello por lo que, en este domingo, confrontarse con la Palabra de Dios puede traducirse en una aplicación concreta a nuestras maneras de pensar respecto a las otras religiones. En el guión subsiguiente proporcionamos algunas cuestiones para un tratamiento pedagógico del tema.
El evangelio de hoy, de Juan, es el del mandamiento nuevo, el mandamiento del amor. Pocas palabras deben saturamos tanto en el lenguaje cotidiano como ésta: «amor». La escuchamos en la canción de moda, en la conductora superficial de un programa de televisión (tan superficial como su animadora), en el lenguaje político, en referencia al sexo, en la telenovela (más superficial aún que la animadora, si eso es posible)... Se usa en todos los ámbitos, y en cada uno de ellos significa algo diferente. ¡Pero, sin embargo, la palabra es la misma!
El amor en sentido cristiano no es sinónimo de un amor «rosado», sensual, placentero, dulzón y sensiblero del lenguaje cotidiano o posmoderno. El amor de Jesús no es el que busca su placer, su «sentir», o su felicidad sino el que busca la vida, la felicidad de aquellos a quienes amamos. Nada es más liberador que el amor; nada hace crecer tanto a los demás como el amor, nada es más fuerte que el amor. Y ese amor lo aprendemos del mismo Jesús que con su ejemplo nos enseña que «la medida del amor es amar sin medida».
Aquí el amor es fruto de una unión, de «permanecer» unidos a aquel que es el amor verdadero. Y ese amor supone la exigencia -«mandamiento»- que nace del mismo amor, y por tanto es libre, de amar hasta el extremo, de ser capaces de dar la vida para engendrar más vida. El amor así entendido es siempre el «amor mayor», como el que condujo a Jesús a aceptar la muerte a que lo condenaban los violentos. A ese amor somos invitados, a amar «como» él movidos por una estrecha relación con el Padre y con el Hijo. Ese amor no tendrá la liviandad de la brisa, sino que permanecerá, como permanece la rama unida a la planta para dar fruto. Cuando el amor permanece, y se hace presente mutuamente entre los discípulos, es signo evidente de la estrecha unión de los seguidores de Jesús con su Señor, como es signo, también, de la relación entre el Señor y su Padre. Esto genera una unión plena entre todos los que son parte de esta «familia», y que llena de gozo a todos sus miembros donde unos y otros se pertenecen mutuamente aunque siempre la iniciativa primera sea de Dios.