viernes, 19 de marzo de 2010

Quinto Domingo de Cuaresma


LA MIRADA DE JESUS.

En tiempos de Jesús a las mujeres que cometían adulterio se les daba muerte lanzándoles piedras. Hay algunas religiones que aún en la actualidad siguen con estas costumbres. ¡Horrible castigo morir apedreado!

Esto nos trae al recuerdo a San José, hombre bueno, esposo virginal de la Virgen María, quien al notar que ella estaba embarazada, sin saber que el bebé en su vientre era el Hijo de Dios, engendrado por el Espíritu Santo, pensó “dejarla en secreto para no ponerla en evidencia”.

Distinto fue el caso de los acusadores de la mujer adúltera, que nos trae el Evangelio de hoy (Jn. 8, 1-11). Estos hombres llevaron a la mujer pecadora, arrastrada hasta donde se encontraba Jesús, con la intención, nos dice el Evangelio de “ponerle (a Jesús) una trampa y poder acusarlo” ¿En qué consistía la trampa? Si ordenaba apedrearla, ¿dónde quedaban el perdón y la misericordia?, y si no accedía al castigo mortal, ¿dónde quedaba el cumplimiento de la Ley que lo estipulaba?

Pero Jesús, no hace ni una cosa, ni la otra, sino todo lo contrario. Nos cuenta el relato de San Juan que sin siquiera levantar la mirada para ver a la mujer culpable, ni tampoco a sus acusadores, comienza a escribir sobre el polvo del suelo. Como creen que Jesús no les está haciendo caso, vuelven a insistir. Entonces el Señor se incorpora y les responde: “Aquél de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Luego se volvió a agachar y siguió escribiendo en el suelo. Poco a poco, uno tras otro comenzaron a marcharse.

¿Cuál sería esa escritura misteriosa que con aparente desdén Jesús hacía sobre el polvo? Algunos piensan que escribía los pecados de los acusadores. Por supuesto, no les quedó más remedio que marcharse.

Se quedan solos la pecadora y Jesús. ¡Qué conmovedora escena! Ella no se excusa, se sabe culpable, está de pie frente a El. Jesús vuelve a levantarse y le pregunta: “¿Dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado? ... Tampoco yo te condeno. El, que sí hubiera podido tirar la primera piedra, no la condena, la perdona.

Pero agrega algo muy importante: “Vete y no vuelvas a pecar”. Jesús no la apoya en su pecado. Muy por el contrario: le ordena que no peque más.

Muchas enseñanzas en este impactante relato bíblico. Dios conoce todos nuestros pecados, hasta nuestros más escondidos pecados. Y sólo espera que estemos a sus pies para perdonarnos y pedirnos que no volvamos a pecar. No debemos temer, por más grave que pueda ser nuestro pecado, por más fea que pueda ser nuestra falta. Dios lo único que desea es la aceptación de nuestra culpa y nuestro arrepentimiento.

La mujer adúltera no le dijo nada a Jesús, pero su silencio fue la aceptación de su falta su mejor actitud fue que no buscó excusarse. ¿Cuántas veces nos buscamos atenuantes y damos excusas para nuestras faltas, en vez de reconocernos culpables?

Jesús escribió las faltas de los acusadores sobre el polvo. Así escribe las nuestras. No las escribe en algo permanente. Quedan allí, en el polvo, hasta que la gracia del perdón, obtenida por el reconocimiento de nuestros pecados, humedece el polvo, y nuestras faltas perdonadas pasan al olvido.

Jesús no quiere acusar, ni llevar la cuenta, sino perdonar y olvidar. Espera que nos arrepintamos de veras y que nos acerquemos a El en los sacramentos.

Nadie tiene derecho a condenar a nadie. Nadie puede tirar la primera piedra. Todos somos culpables de algo. Reconocer nuestras culpas nos ayuda a no estar pendientes de las de los demás. No acusar es ya el camino hacia la compasión y el perdón de los demás. Dios, Quien sí podría acusarnos, no lo hace, pero espera que nos acerquemos arrepentidos para perdonarnos.

Y así el Señor hace “algo nuevo”, como nos dice la Primera Lectura (Is. 43, 16-21). “No recuerden lo pasado, ni piensen en lo antiguo Yo voy a realizar algo nuevo”. ¿Qué es ese “algo nuevo”? Lo que va haciendo la gracia de Dios en nosotros cuando, aceptando nuestras culpas, nos arrepentimos y nos enmendamos de veras. “Voy a abrir caminos en el desierto y haré que corran los ríos en la tierra árida”. Así puede fluir su gracia, abriendo caminos e irrigando el desierto de nuestra alma.

Ese “algo nuevo”, dejando atrás lo viejo es lo que nos explica San Pablo en la Segunda Lectura (Flp. 3, 8-14). Dejar atrás lo viejo es lo que pidió Jesús a la mujer adúltera: “No peques más”. Para ella, en ese momento, era dejar su vida de pecado. El comienzo es no pecar más. La continuación puede ser mucho más que eso: es preferir a Dios por encima de cualquier otra cosa o persona.

Con mucha crudeza lo expresa San Pablo, pero con mucha veracidad: “Nada vale la pena, en comparación con el Bien Supremo... he renunciado a todo, y todo lo considero como basura, con tal de estar unido a Cristo”.

Ese “todo basura” de San Pablo no es sólo el pecado. Es todo lo que no nos lleva a amar a Cristo. San Pablo renunció a todo para amar a Dios sobre todo lo demás y sobre todos los demás. Nosotros debemos comenzar por el “no peques más” de la adúltera, pero no debemos quedarnos en eso. Una vez ubicado “el Bien Supremo” ¿qué hacemos tras otras cosas que no nos llevan a El?

No creamos, sin embargo, que el amar a Dios sobre todas las cosas y personas, sea una acción automática. Preferir a Dios se convierte en un proceso que suele llevarnos toda una vida. En eso consiste el camino de la santidad, bien descrito por San Pablo: “No quiero decir que haya logrado ya ese ideal... pero me esfuerzo en conquistarlo ... Todavía no lo he logrado. Pero, eso sí, olvido lo que he dejado atrás y me lanzo hacia adelante, en busca de la meta y del trofeo al que nos llama Dios desde el Cielo”.

En el Salmo 125 reconocemos “las grandes cosas que ha hecho por nosotros el Señor”, cómo nos regresa del “cautiverio” del pecado, cómo cambia nuestro dolor en júbilo, referencias de lo que es la conversión y el perdón.

Reynaldo Rodrigo Román Díaz. SVD

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