viernes, 26 de agosto de 2011

XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


¡SEDUCEME SEÑOR PARA SEGUIR TUS CAMINOS!



Desde el momento que los Apóstoles reconocieron a Jesús como el Mesías esperado por el pueblo de Israel por ¡tantos siglos!, El comenzó a anunciarles que debía ir a Jerusalén, donde tendría que sufrir mucho de manos de las autoridades judías, que terminaría siendo condenado a muerte, pero que resucitaría al tercer día.

En el primero de estos anuncios del Señor, Pedro, haciendo gala de su impulsividad característica, llama a Jesús aparte y le protesta, diciéndole: “Dios te libre, Señor. Eso no te puede suceder a Ti” (Mt. 16, 21-27). La respuesta del Jesús a Pedro es sumamente dura: “Retrocede, Satanás (Apártate de Mí, Satanás) y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres”.

Sorprende esta respuesta del Señor aún más, porque pocos momentos antes Pedro había sido nombrado jefe de la Iglesia y Jesús lo había felicitado por haberlo reconocido como el Mesías. Cristo le hizo ver que esa verdad que Pedro había reconocido y confesado no le venía de ningún hombre, sino que se la había revelado Dios Padre. Pero en este episodio de hoy, Jesús llama a Pedro “Satanás” y lo acusa de tener el modo de pensar de los hombres. Totalmente lo contrario a lo anterior. ¿Qué ha sucedido?

Efectivamente, Pedro piensa en esto como los hombres y no como Dios. El pensamiento de Dios es muy distinto al pensamiento del mundo. Pero sucede que los seres humanos, en vez de adaptar nuestro pensamiento al de Dios, queremos que Dios se adapte al nuestro.

San Pedro, en este episodio del Evangelio de hoy, utiliza los “criterios del mundo” y no los de Dios, por lo que se equivoca pensando que el Mesías, el Hijo de Dios, no podía ser perseguido y ajusticiado. Y con esto expresa algo que es muy lógico para el pensar de los hombres, pero no para Dios: si alguien es tan importante como el Mesías esperado, éste tiene que ser una persona de éxito y de victoria; no puede morir perseguido y fracasado. ¡No puede suceder lo que Jesús está anunciando!

Pedro, además, rechaza el sufrimiento para Jesús. Así nos sucede a nosotros: no queremos sufrimiento ni para nosotros, ni para nuestros seres queridos. Pero resulta que en el plan de Dios, mucho beneficio viene del sufrimiento bien llevado, y todo sufrimiento -aceptado en amor a Dios- tiene un valor tan grande, que ese valor sirve de redención para quien sufre y, además, para muchos otros.

En la Segunda Lectura (Rom. 1 2, 1-2), Pablo nos exhorta justamente a esto, a que nos ofrezcamos como “ofrenda viva, santa y agradable a Dios”. Y va más lejos aún: nos dice que en esa ofrenda de nosotros mismos a Dios consiste el verdadero culto. El culto no es principalmente pedir a Dios, agradecer a Dios, alabar a Dios... aunque es cierto que con todo esto le rendimos culto. El culto consiste principalmente en ofrendar nuestro ser, nuestra vida, todo lo que somos y tenemos a Dios. Así seremos santos y agradables a El.

¡Claro! Tener esta postura y esta convicción ante el sufrimiento no es fácil, no es lo natural. Para ello hay hacer lo que nos dice San Pablo: “adquirir una nueva manera de pensar. No se dejen transformar por los criterios de este mundo”. Y esto significa remar contra la corriente, porque la corriente del mundo nos dice todo lo contrario. Si nos dejamos llevar por la corriente del mundo, corremos el riesgo de ser corregidos como Pedro en el Evangelio de hoy: “Retrocede, Satanás … porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres”, de las modas actuales, de las ideologías políticas o filosóficas.

En la Primera Lectura (Jer. 20, 7-9) oímos la queja del Profeta Jeremías, quien nos hace ver la burla y la persecución de que es objeto un hombre, elegido de Dios para llevar su palabra a los demás. Nos hace ver también el deseo que tiene el Profeta de abandonar su misión, de no hacer la Voluntad de Dios.

Pero Dios, que es infinitamente misericordioso, “seduce” a Jeremías para que continúe su ingrata misión de anunciar violencia y destrucción, y cumpla así la Voluntad Divina. Hay que dejarse “seducir” por el Señor para cumplir su Voluntad a costa de lo que sea: sufrimientos, persecuciones, burlas, etc.

¡Qué difícil es comprender y aceptar así el misterio del sufrimiento humano! Especialmente si día tras día nos están proponiendo que no hay que sufrir. Pero eso no es lo que Cristo nos propone con su ejemplo y con su Palabra.

Efectivamente, en este pasaje evangélico Cristo anuncia su propia Pasión y Muerte. Pero no se detiene allí, sino que enseguida de recriminar a Pedro, hace un anuncio aún más impresionante: no sólo va a tener que sufrir El, pues éste es el Plan de Dios, sino que cada uno de nosotros, si queremos seguirlo a El, deberemos también sufrir con El:

Esto es el Evangelio. Pero... ¡Qué distinto a lo que pensamos! ¡Qué distinto a los que se nos propone cuando se presentan los sufrimientos o adversidades!


Entonces, a pesar de lo que nos traten de vender, a pesar de lo que nos pueda parecer, para seguir a Cristo hay que “perder la vida”, hay que saber hacerse ofrenda viva, santa y agradable a Dios, como nos exhorta San Pablo; hay que renunciar a lo que pareciera que es la vida, a lo que el mundo nos presenta como si fuera lo más importante en la vida.

Hay que renunciar a muchas cosas, pero la mayor y más importante renuncia y ofrenda que debemos hacer es la de nuestro propio yo: renunciar a criterios propios, para asumir los de Dios; renunciar a la voluntad propia, para asumir la Voluntad de Dios.

¿Cuál es la Voluntad de Dios? ¿Cómo conocer la Voluntad de Dios? Esto es algo que siempre nos preguntamos. Hoy San Pablo nos da una de las formas para conocer la Voluntad Divina, cuando nos dice en la Segunda Lectura:

No se dejen transformar por los criterios de este mundo, sino dejen que una nueva manera de pensar los transforme internamente, para que sepan distinguir cuál es la Voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto”.

Quiere decir esto que para conocer la Voluntad de Dios hay que desprenderse de los criterios del mundo, hay que desprenderse del “yo”, hay que desprenderse de las formas de ser, de pensar y de actuar comunes y corrientes, propias del montón (de la mayoría), y dejarse tomar por las formas de ser, pensar y actuar de Dios.

Con esto ya no estaremos en la “mayoría”; estaremos en la “minoría” -es cierto- pero estaremos en Dios y le daremos el culto que El desea y se merece. Más aún, obtendremos la Verdadera Vida, aunque perdamos la “vida” que engañosamente el mundo nos ofrece como ¡tan importante!, como si fuera la verdadera vida.

Para seguir a Cristo hay que perder la vida: hay que renunciar a lo que pareciera que es la vida, a lo que el mundo nos presenta como si fuera lo más importante en la vida:

Placer, poder, riqueza, éxito, lujos, comodidades, apegos, satisfacciones... todas estas cosas, aún lícitas, forman parte de esa “vida” a la que hay que renunciar para abrazar la cruz que Jesús nos presente.

Si nos disponemos a perder todo eso, si nos disponemos a renunciar a nosotros mismos, convirtiéndonos en ofrendas vivas, santas y agradables a Dios, obtendremos la Verdadera Vida; es decir, la que nos espera después de esta vida aquí en la tierra.

Si por el contrario, nos parecen esos criterios de mundo ¡tan importantes! que no los podemos dejar; si creemos que no podemos desprendernos de nuestras formas de pensar, de ser y de actuar de mundo, y equivocadamente tratamos de salvarlas como si fueran lo único en la vida, podemos correr el riesgo de perderlo todo: lo de aquí y lo de allá, la vida y la Vida.
Y... ¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su Vida? (Mt. 16, 26).

Con el Salmo 62 hemos ratificado nuestra entrega a Dios:

Oh Dios, tú eres mi Dios, a ti te busco,

mi alma tiene sed de ti;

en pos de ti mi carne languidece

cual tierra seca, sedienta, sin agua.”

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