miércoles, 14 de abril de 2010

Tercer Domingo de Pascua


EN MI NOMBRE, NO

¡Pobres Pedro, Tomás, Natanael, Juan, Santiago y los otros dos discípulos del Señor! Toda la noche trabajando, peleando con el frío y con las olas, remando impacientes en todas las direcciones, y, al final, cuando llegó el alba, ¡nada!, las manos y las redes vacías. Ellos eran pescadores expertos y conocían metro a metro los caladeros y profundidades donde se escondían los peces del lago de Tiberíades. ¿Qué podía haber pasado? No lo entendían. Y ahora, cuando ya estaban dispuestos a abandonar, llega un desconocido y les dice que echen las redes a la derecha y que encontrarán peces grandes y en cantidad. ¡Valiente consejo! A la derecha y a la izquierda han echado ya ellos la red durante toda la noche cientos de veces. ¿En nombre y a santo de quién van a echar la red precisamente ahora, cuando ya ha amanecido, en ese lugar donde ya lo han intentado, fatigosamente y sin éxito, tantas veces? En fin, dirá Pedro, si ustedes quieren que hagamos caso a este desconocido y que sigamos remando y peleando con las olas, podemos volver a intentarlo, pero por mí y en mi nombre desde luego no lo haríamos. En su nombre, tal vez…

Pero, en fin, después de todo, ellos son buena gente y no tienen motivos para desconfiar de este extraño que parece tan bien intencionado. En nombre de ellos no lo harían, pero en nombre de esta persona que parece tan bien intencionada lo intentarán de nuevo. ¡Y la red se llenó de grandes peces! ¡Es el Señor! dijo el discípulo que más amaba. Lo que a nosotros nos parecía imposible, lo que nunca hubiéramos conseguido con nuestras solas fuerzas, lo hemos conseguido con la ayuda del Señor. ¡Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente! La confianza en el Señor nos ha salvado. Qué peligroso es, debió pensar Pedro, fiarse sólo de uno mismo y querer hacer todas las cosas en nombre propio. El orgullo, la vanidad, el egoísmo se meten fácilmente entre las rendijas del alma y nos empujan a caminar en dirección equivocada.

Y Jesús tomó el pan y se lo dio, y lo mismo el pescado. Seguro que estos expertos pescadores y humildes discípulos se acordaron entonces de la última cena que habían celebrado con el Maestro y del relato que les habían contado los dos discípulos que se dirigían a Emaús. También ellos, ahora, habían reconocido al Maestro y estaban seguros que era el Señor. También ellos le habían reconocido al partir el pan. En adelante se fiarían siempre del Señor y, en nombre del Señor, repartirían siempre el pan de la palabra y el pan de vida. Querían convertirse en pescadores de hombres, en apóstoles, enviados, del único Maestro al que habían escuchado palabras de vida eterna. En nombre propio podían conseguir muy poco, pero en nombre del Señor iban a conseguirlo todo.

No iba a ser fácil para ellos recorrer todo el camino por el que ahora habían comenzado a caminar. La incomprensión y la hostilidad del mundo en el que se movían tratarían de aplastar sus mejores propósitos. Pero ellos lo tenían muy claro: debían obedecer a Dios antes que a los hombres. No a cualquier dios, sino únicamente al Dios al que ellos habían descubierto en el rostro y en la vida del Maestro; sí, a un Dios de vida, de verdad y de amor. Y si tenían que padecer, o incluso morir, por el nombre de Jesús, ellos estarían siempre contentos de haber merecido aquel ultraje.

Pidamos al Señor resucitado para que nuestras vidas sean modelos a seguir como cristianos auténticos y que sea guiada no en nuestro nombre pero si en el nombre del Dios de la Vida, Verdad y Amor.

Reynaldo Rodrigo Román Díaz. SVD


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