sábado, 8 de octubre de 2011

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario


EL SALÓN SE LLENÓ DE INVITADOS.

Isaías, el profeta más influyente en la tradición judía y cristiana a través de su lenguaje poético y simbólico, contribuye a mantener la esperanza en contextos de muerte como los que viven hoy día los pueblos latinoamericanos y del tercer mundo en general, quienes no perdemos la esperanza que «otro mundo es posible».

A través de Isaías se configura el programa profético de Jesús, el anuncio del Reino de Dios, desvelando todo lo que en la sociedad haya de anti Reino, haciendo lo posible por cambiar esa realidad.

La imagen del banquete, del convite nos abre camino para leer en clave profética el evangelio, ya que desde la tradición de Isaías encontramos la invitación al festín, al cual acudirán todos los pueblos y será en el «monte», el lugar del encuentro con Dios.

San Pablo, a partir de la conocida frase «todo lo puedo en aquel que me conforta» nos coloca en la misma línea de Isaías: el Señor Dios saciará todas nuestras necesidades en la persona de Cristo, en la abundancia y en la escasez, en la hartura y el hambre. Cristo lo es todo para nosotros.

Leyendo detenidamente las tres lecturas de la liturgia de hoy nos encontramos con un hilo conductor que, siguiendo con la imagen del banquete, nos permite saborear el gusto de esta palabra que hoy nos sabe a alimento, ese mismo que escasea en muchos lugares del tercer mundo y causa la muerte a tantos.

La comunidad de Mateo responde a la pregunta «¿qué es el Reino de Dios?». Ella nos presenta su respuesta a partir de la imagen de un banquete de bodas, que se realiza en una ciudad, (v.7: dio muerte a aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad).

El Reino de Dios es un banquete al que todos son invitados y tienen un lugar, donde hay alimento para todos y todas, con la connotación de transformar una realidad histórica social mala e injusta en otra buena y justa, el Reino de Dios como en el banquete hay lugar para todos y nos exige corregir las prácticas que vayan en contra de este principio, es decir todo lo que sea anti Reino.

La parábola expresa la relación entre el Señor y sus invitados. Entre éstos hay dos categorías. En primer lugar, unos, que eran dueños de campos y negocios, además de asesinos; éstos no son dignos de entrar en el Reino de Dios, se autoexcluyeron de la propuesta de Reino que nos ofrece Dios. El segundo tipo de invitados estaban en los cruces de los caminos, y eran gente de la calle, malos y buenos de todo lo que hay en la viña del Señor. La sala, que había sido preparada con toda etiqueta para el primer tipo de invitados, se llenó de este segundo tipo de comensales, en los que no se había pensado inicialmente. Para ellos es ahora el banquete. Llegó el momento, es su oportunidad: el «Kayrós», el tiempo de participar activamente en la realización del proyecto de Dios, la boda de Dios con la Humanidad.

Los primeros invitados -de los cuales el final del evangelio dice que no eran dignos- fueron llamados tres veces al banquete, pero no hicieron caso, pues estaban ocupados cuidando de sus cosas e intereses. Los otros participantes, que no habían recibido la invitación oficial primera, aceptan y acogen alborozados la invitación informal callejera para disfrutar del banquete de la boda...

Esta diferente actitud nos permite constatar que hay claramente diversas formas de responder al llamado a participar en la construcción del Reino de Dios. Por eso dice el evangelio que «son muchos las llamados y pocos los escogidos».

El v. 11 añade un elemento nuevo a la parábola, que cambia la perspectiva que hasta ahora llevaba el relato: la presencia del Rey ofrece una clave que nos indica una idea de juicio, que recae sobre cada uno de los invitados que están disfrutando del banquete; en este marco tiene sentido la pregunta por el vestido de fiesta, puesto que de entre los invitados hay uno que no lo lleva, es decir no está preparado, y es echado fuera, a las tinieblas. Es interesante darse cuenta de cómo el evangelio pone las tinieblas fuera, del banquete, de la comunidad, de la iglesia...

A partir de esta historia que tiene como eje central expresarnos cómo es el Reino de Dios, quiénes son los invitados y quién preside el banquete, sería bueno que nos preguntáramos a qué grupo de invitados nos asemejamos nosotros, qué actitud asumimos ante la invitación a participar del Reino, si somos sensibles ante el conflicto Reino/anti-Reino, si estamos preparados («vestidos de fiesta») para asumir las exigencias del Reino...

A pesar de todo lo dicho, no podemos menos de hacernos cargo de la «objeción a la totalidad» que muchos oyentes, personas cultos y con verdadera sensibilidad de hoy, van a sentir ante este texto del evangelio y toda la cosmovisión teológica a la que echamos mano para tratar de explicarla y aplicarla. La sensación cierta, aun en muchos que no acaban de poder expresarla con nitidez, es que este tipo de metáforas globales son profundamente inadecuadas, están gastadas y sobrepasadas, y no sólo no dicen ya nada (por eso necesitan de tanta explicación), sino que resultan ininteligibles, y hasta producen rechazo.

Con toda probabilidad Jesús ya no las usaría hoy, y se pasmaría de vernos muchos domingos dando vueltas en torno a ellas, queriendo dar vida a una simbología y una doctrina que está muerta. Es otro tema, muy importante, que tenemos que acostumbrarnos a plantear más y más.

Algo raro debía tener el rey, aparentemente honorable, para que los invitados excusaran su asistencia a la boda de su hijo. En la parábola, el rey no guardaba las normas y convenciones sociales, igualaba en su mesa a malos y buenos, impuros y puros. ¡Este es nuestro Dios! El dios de las fiestas, de los banquetes, el Dios que quiere reunir a todos sus hijos en torno a la misma mesa. ¿Estaremos a la altura de las circunstancias o declinaremos la invitación con excusas banales?

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