viernes, 12 de febrero de 2010

Sexto Domingo del Tiempo Ordinario


¿FELICES LOS QUE SUFREN?

Sí. ¡Felices los que ahora sufren! Eso fue lo que nos dijo Jesucristo. Y lo dijo bastante al inicio de su predicación en el conocido “Sermón de la Montaña”, el cual comienza con las “bienaventuranzas”, que son como una lista de motivos para considerarnos felices (Lc. 6, 17-26).
Otros motivos de felicidad: la persecución, los insultos, la pobreza (por cierto no la material, sino la pobreza espiritual, entendida en el sentido bíblico “pobres de Yahvé”) (cfr. Sof. 2, 1-3 y 3, 11-12).

Las “bienaventuranzas” son tal vez la máxima paradoja del ser o del intentar ser cristiano. Tienen su modelo en la forma de ser de Aquél que las proclamó: así fue Jesús. Y al cristiano le toca imitar a Jesús.

No pueden entenderse las “bienaventuranzas”... mucho menos vivirlas, si nuestra brújula -que debiera estar dirigida al Cielo- está dirigida hacia este mundo pasajero y efímero. ¡Imposible aceptar esta lista de incomprensibles paradojas!

Las “bienaventuranzas” nos invitan a confiar en Dios... a confiar de verdad. Pero ... ¿en quién confiamos los hombres y mujeres de este Tercer Milenio? ¿Realmente confiamos en Dios ... o más bien buscamos a Dios cuando nos interesa? ¿Realmente confiamos en Dios ... o confiamos en nosotros mismos, en nuestras capacidades, nuestros raciocinios, nuestras realizaciones, nuestras búsquedas, nuestras experiencias de oficio o profesión ... en nuestros enfoques humanos? ¿Somos capaces de oponer la Sabiduría Divina a lo que consideramos nuestros “confiables” conocimientos humanos?

¡Con razón no podemos entender las “bienaventuranzas”! Porque éstas van en contraposición a todo lo que hemos ido haciendo costumbre... equivocadamente. Van en contraposición a toda perspectiva de seguridades y felicidades terrenas. Con las “bienaventuranzas” Jesús quiere cambiarnos de raíz. Viene a decirnos que el valor de las cosas no se mide según el dolor o el placer inmediato que proporcionan, sino que las hemos de medir según las consecuencias de gozo que tengan para la eternidad. Que es lo mismo que decirnos que la brújula hay que dirigirla hacia Allá, no hacia aquí. Las “bienaventuranzas” dejarían de ser paradojas utópicas si dirigiéramos bien nuestra brújula.

“Felices los pobres ... Felices los que ahora tienen hambre ... Felices los que sufren ... Felices cuando los aborrezcan y los expulsen ... cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre ...” Paradojas incomprensibles que sólo se entienden si dejamos la miopía terrenal y nos ponemos los lentes de eternidad.

Pero ¡ojo! No es la pobreza en sí, ni el hambre, ni la persecución, ni el sufrimiento mismo lo que nos hace bienaventurados o bienaventuradas. Tampoco en sí mismas estas condiciones adversas son boletos seguros de entrada al Cielo. El derecho al gozo eterno se nos otorga por nuestra actitud ante estas circunstancias adversas que nos presenta la Providencia Divina a lo largo de nuestra vida.

Cuando al sufrir adversidades ponemos nuestra confianza en Dios y no en nosotros mismos, cuando ponemos nuestra mirada en la meta celestial y nos desprendemos de las metas terrenas, cuando confiamos tanto en Dios que nos abandonamos en El y nos sentimos cómodos dentro de su Voluntad -sea cual fuere- podemos decir que hemos comenzado a transitar el camino de las “bienaventuranzas”.

Las “bienaventuranzas” son una llamada para todos, pero sólo los que seamos capaces de desprendernos de nuestros criterios y deseos, para asumir los de Dios, podremos ser felices... aquí y Allá.

P.D. ¡Feliz Día del Amor y la Amistad!

Un abrazo,

Reynaldo Rodrigo Román Díaz. SVD

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