jueves, 12 de noviembre de 2009

Domingo 33 del Tiempo Ordinario


DE LA TRIBULACION A LA ESPERANZA.

Estamos en el penúltimo domingo del año litúrgico y, en el lenguaje un tanto apocalíptico –especialmente de la primera y el Evangelio- se denota: el fin de los tiempos.
Resulta, a todas luces, llamativo. ¡Qué tiempos nos esperan! ¡El fin de una era! ¡La realidad de unos sueños! ¡Veremos, por fin, a Dios! Otros, en cambio, no lo verán.

Antes, muchísimo más que ahora, se hablaba del fin del mundo. Constantemente, con visiones derrotistas, se nos ha alertado de que el fin del mundo estaba cerca, en tal día, a tal hora….luego pasaba lo que pasaba: la cosa seguía y ha seguido igual. Pero, esto, no es nuevo. El mismo Señor nos lo advirtió: “vendrán unos y os dirán…no les hagáis caso” Y es que, Dios, es imprevisible. No le gusta, y tampoco sería justo, que nosotros le concertemos su agenda a nuestra medida. Lo importante es que, mientras llega ese momento –y llegará- nos preparemos a ese encuentro con toda paz, llenos de fe y de esperanza. ¿Cómo nos encontrará el Señor cuando llegue?
Para ello y por ello, Dios, se involucró totalmente en pro de la humanidad. Cuando muchas luces se apagan y hasta el horizonte se hace incierto, Cristo, se convierte en la luz del mundo, en la salvación que muchos esperamos. El Señor vendrá, triunfante y glorioso, para recogernos a todos y para demostrarnos –una vez más- que el amor de Dios impera, reina y es portador de eterna vida. Y en eso, los cristianos, andamos un tanto deficitarios. ¿Esperamos con ansías la vuelta del Señor? ¿Meditamos esa respuesta de la consagración “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección: ¡Ven, Señor Jesús!”. Porque, al fin y al cabo, a eso nos encaminamos: a la irrupción definitiva y victoria del Señor. ¡El Señor vendrá! No podemos perder la esperanza y, mucho menos, quedarnos asombrados por la espectacularidad del mundo en detrimento de aquello que prevalecerá y será nuestra felicidad: la vida eterna.

Hoy, la sociedad, nos inyecta constantes y dulces inyecciones de morfina. Nos duerme ante los valores eternos y, en cambio, nos espabila ante lo radicalmente efímero. ¿Es bueno? Por supuesto que no. ¿Es conveniente que, el vigía de un barco esté somnoliento en pura travesía? ¿Qué ocurrirá con la suerte de esa embarcación? Posiblemente o que naufrague o que equivoque su destino. Cada cristiano es vigilante de su propia vida, de su fe y de su esperanza. Las circunstancias que nos rodean (opulencia, materialismo, relativismo, secularismo, laicismo……) son inconvenientes con los que constantemente tropieza el casco de nuestra fe. Por eso mismo, la vida de un cristiano, ha de ser despierta y consciente de que, el final que nos aguarda, merece una atención y preparación por nuestra parte.

En una clínica, un joven, custodiaba durante la noche a un amigo gravemente enfermo. El sueño, junto con el cansancio, hizo mella en él. En la madrugada, aquel que estaba postrado en cama, pidió agua y –su amigo- se encontraba totalmente dormido. Fue al amanecer, cuando una enfermera, le susurró al oído de su amigo: “no lo has oído, pero tu compañero enfermo necesitaba agua y he venido yo”.
En cuantos momentos, circunstancias y situaciones podemos ver la mano del Señor. Instantes en los que, nuestro estar despiertos, pueden ser un gran bien en todo aquello que nos rodea y, por el contrario, el estar adormecidos impide el que seamos conscientes de que la vida avanza y que nos encaminamos, poco a poco, hacia el final de nuestra existencia.
Precisamente porque, cada día que pasa, es un día más y –a la vez- un día menos, el ser vigilantes implica estar con los ojos bien abiertos, con el corazón receptivo y con las puertas del alma bien abiertas para que el Señor nos haga sentir e intuir lo que en el día de mañana nos espera. ¡Merece la pena!

Reynaldo Román

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